miércoles, 19 de junio de 2024

Confiar en quien es una presencia de Dios

PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR

Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo

23 de Junio de 2024                                                 

Domingo de la Décimo Segunda Semana Durante el Año

 

Lecturas de la Misa:

Job 38, 1. 8-11 / Salmo 106, 23-26. 28-31 ¡Den gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor! / II Corintios 5, 14-17

 

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos     4, 35-41


    Al atardecer de ese mismo día, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla». Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya.
    Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal.
    Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?»
    Despertándose, Él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate!» El viento se aplacó y sobrevino una gran calma.
    Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe?»
    Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen».

Palabra del Señor.

 

MEDITACIÓN                                                                                                             

Si hemos entendido bien sus enseñanzas, «El amor de Cristo nos apremia» (2L) a amar, pese a las dificultades, porque, es inevitablemente parte de la vida y las habrá en esa tarea también. Pero, así como «el Señor habló a Job desde la tempestad» (1L), lo que es un símbolo de las complicaciones, cuando el temor parece apoderarse de sus discípulos (Ev), posteriormente pudieron comprobar que «en la angustia invocaron al Señor, y Él los libró de sus tribulaciones» (Sal), porque Dios no soluciona los problemas (esa es nuestra “pega”), pero tampoco nos deja solos con ellos.

No producimos el Reino, sino que lo hacemos visible.

El Reino es una sociedad en la que los seres humanos se comportan como si efectivamente Dios reinase entre ellos, por eso Jesús afirma: «el Reino de Dios está entre ustedes» (Lc 17,21), es decir, entre quienes se lo permitan.

El mejor representante del Reino y su entusiasta promotor fue Jesús, quien mostró cómo era que actuaba (reinaba) Dios en él: llevándolo a ser sumamente compasivo, impulsándolo a ponerse al servicio de los demás, buscando sanar dolores y aliviar necesidades. Fue así que sus acciones manifestaron la voluntad de amor de Dios por los seres humanos, amándolos; mostrándonos, de esa manera, que lo divino se da en lo humano; no además o a pesar de lo humano. Porque para él, según aprendió de su Padre, después de Dios, el ser humano es lo primero. Si Dios se ocupa de vestir a los lirios del campo (Lc 12, 27), si lleva la cuenta de los pájaros del cielo, de modo que ni uno muere sin que él lo sepa, ¿cuánto más se preocupará por los hombres? (Mt 10, 29-31).

Debido a eso, en el servicio-amor-tierno por los demás, el que los ciegos vean, los cojos anden, los leprosos queden limpios, oigan los sordos, resuciten los muertos y la buena noticia sea predicada a los pobres (Lc 7, 22) son la forma que, en Jesús, se manifestó el Reino de Dios.

Pero puede seguir haciéndose presente hoy, ya que actúa en nosotros más allá de lo que nos creemos capaces: «eres tú el que realiza por nosotros todo lo que nosotros hacemos» (Is 26,12); ya que es «aquel que es capaz de hacer infinitamente más de lo que podemos pedir o pensar, por el poder que obra en nosotros» (Ef 3,20).

Hoy podemos hablar de equidad, justicia, dignidad y otros conceptos relacionados que hacen realidad el Reino como lo hemos descrito recién, pero la gente de su tiempo no tenía ni las palabras ni los contenidos de estos avances de la humanidad, por eso Jesús utiliza comparaciones (parábolas) «en la medida en que ellos podían comprender».

Ellos naturalmente entendían la mecánica que actúa en las semillas: en su pequeña estructura se encuentra en potencia la asombrosa aparición de un ser vivo que dará color, sabor y llegará a aportar a la preservación de otros seres.

También podían comprender que el crecimiento de la planta no es consecuencia de una acción que se le imponga desde el exterior, sino producto de la evolución de los elementos que ya estaban en ella.

En cada una de las dos parábolas de este día se destaca un aspecto de esa realidad potencial dentro de cada semilla, sin olvidar que está hablando del Reino de su Padre:

En el grano de trigo Jesús destaca su vitalidad, es decir, la potencia interna que tiene para desarrollarse por sí misma: «la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo».

Del grano de mostaza se quiere destacar la desproporción entre su tamaño y lo que de ella surge:


«Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas».

Ese “mundo ideal” (Is 11,6-9; 65,20-25; Miq 4), más humanizado y humanizador que nos reveló el Maestro, entonces, está en germen en nosotros y entre nosotros -como semillas-, esperando las condiciones adecuadas (que queramos permitir que se desarrolle) con toda la humanizadora energía que tiene dentro, nos demos cuenta o no (porque así lo quiere la bondad de Dios), para que, pese a ser nosotros tan pequeños individualmente, crezca hasta transformarse en un gran árbol, una sociedad donde puedan cobijarse los débiles y marginados (porque así lo desea la bondad de Dios). Es decir, sería un mundo donde se podría decir con certeza que en él reina nuestro Dios generosamente misericordioso y tiernamente amoroso con toda la Creación.

 

Señor, tú que plantas con fe en nosotros y cosechas con gozo lo bueno que las semillas de amor que pusiste en nuestros corazones producen en nuestro mundo, en favor de tus hijos amados, sigue sembrando y ayúdanos luego a serte fieles en hacer tu voluntad misericordiosa en la tierra como en el cielo. Así sea.

 

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, confiar de verdad, es decir, tener auténtica y poderosa fe en el Señor de la Vida y de la historia, siempre presente y siempre cercano,

Miguel.

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