1 de febrero de 2013
Viernes de la Tercera Semana
Durante el Año
Lecturas:
Hebreos 10,
32-39 / Salmo 36, 3-6. 23-24. 39-40 La salvación de los justos viene del Señor.
EVANGELIO
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 4, 26-34
Jesús decía a la multitud:
«El
Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea que
duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin
que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una
espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él
aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha.»
También decía: «¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué
parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza.
Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra,
pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las
hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a
su sombra.»
Y
con muchas parábolas como estas les anunciaba la Palabra, en la medida en que
ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios
discípulos, en privado, les explicaba todo.
Palabra del Señor.
MEDITACION
Siento
que hay aquí un llamado a la paciencia, alimentada por la confianza.
Es
que muchas veces, a quienes queremos y creemos estar trabajando por el Reino,
se nos olvida que «somos simples servidores [que] no hemos hecho más que
cumplir con nuestro deber» (Lc 17,10) y esperamos cosechar
frutos –y rápido- de nuestro actuar.
Pero
el Reino es como una semilla que «germina
y va creciendo», bajo la tierra, fuera de nuestra vista, por lo tanto sin
notarlo. El tiempo y la calidad de la cosecha la sabe quien echó a andar este
proceso en germen al comienzo, ya que «las
obras de Dios estaban concluidas desde la creación del mundo» (1L).
A
nosotros nos corresponde aportar lo que tenemos, que también proviene del
Creador: unos seremos abono para esa semilla; otros, el terreno en que debe
germinar; algunos, el agua, o la luz, o, incluso, los insectos que remueven y
dan fertilidad a la tierra que la cobija…
En
fin, requiero tener presente que, si trabajo para que se realice su voluntad en
la tierra de la misma manera que ocurre en el cielo, como solemos orar, debo
entrenar mi paciencia, porque no sé cuándo veré –y ni siquiera si lo veré- el
resultado. A la vez, debo sacar lustre a la confianza («¡No olvidemos las proezas del Señor!», Sal) en que su sabiduría
es tan perfecta que, cuando sea que ocurra, será el mejor momento para que la
felicidad llegue a muchos más.
Quiero,
como el profeta, decir cada vez con más fluidez y libertad interior: aquí
estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Que se haga tu voluntad a través mío si
te sirvo, Señor, para que venga a nosotros tu Reino lleno de amor. Así sea.
Enviados a
anunciar la Buena Noticia de Paz, Amor y Alegría de Dios,
Miguel.
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