domingo, 16 de junio de 2013

EL FARISEO Y LA PECADORA

Señor, a veces hasta nos creemos justos

y por eso somos tan duros con los demás.
No tenemos conciencia de haber sido perdonados por ti
Creemos que tan sólo tenemos contigo deudas menores
y por eso te amamos poco y somos tan exigentes con los demás.
Casi, Señor, creemos que tú nos debes
en el fondo creemos que por haber cumplido tus mandamientos
merecemos que nos des la recompensa
nos creemos ante ti con derechos adquiridos.
Si tenemos limpia nuestra hoja de servicios
no tenemos que andar suplicándote nada
ya cumplimos contigo haciendo lo que nos mandas.
Nuestra buena conciencia nos hace libres respecto de ti
No es que queramos gloriarnos ni ser altaneros
pero si estamos en paz contigo,
podemos mirarte con tranquilidad y seguir nuestro camino.
Ya ves, Señor, la práctica de la religión y la moral
se nos ha convertido en trampa para vivir distantes de ti
sin necesidad de ti, sin deseo.
No somos los pecadores eternamente agradecidos de tu perdón
no somos tampoco los amantes que se entregan sin cálculo.
Somos los que cumplimos con inmenso esfuerzo
y también con tu ayuda, que agradecemos.
Somos conscientes de cuánto nos falta para llegar a la meta
somos también conscientes de las veces que obramos contra el ideal
y te pedimos perdón por nuestras faltas y culpas.
Tú sabes que tratamos seriamente de enmendarnos
aunque nunca cantemos victoria
lo nuestro es la militancia, la vigilancia.
Ya ves, Señor, la práctica de la religión y la moral
nos ha postrado en la cárcel: lo nuestro es la soledad.
Como Simón el fariseo, rodeado de prestigio
que creyó hacer un favor a Jesús invitándolo a su casa
y a quien tu Hijo echó en cara su extremada frialdad.
Simón no llamó a la puerta de Jesús
porque estaba cómodo en su casa
nada buscó en él porque ya estaba en el camino recto
no le pidió nada porque tenía lo necesario y no ambicionaba más.
Se encontró con Jesús y nada sucedió en su vida
¡Qué tristeza, Señor! ¡qué oportunidad perdida!
era experto en religión y no supo reconocerlo como tu enviado.
Jesús traía la paz, la plenitud, todos tus tesoros
venía para darlos. Simón lo tuvo en su casa, lo sentó a su mesa
y lo único que se le ocurrió fue pensar mal de él
lo juzgó con dureza porque estaba ciego
prisionero de su corrección, castrado
no tenía corazón para captar la misericordia
y la interpretaba desde su falta de ternura
como ceder a la tentación.
Mientras la mujer pecadora tenía el encuentro de su vida
y se marchaba en paz,
loca de contenta con el perdón de Jesús
dejando en la casa el perfume de sus lágrimas y sus abrazos.
Simón abría las ventanas para que huyera
ese rastro incitador y volvía a su laboriosa,
esforzada rutina de prescripciones y rezos.
Líbranos, Señor, de tanta ceguera y tristeza
líbranos de tanta distancia, de esa soledad.
Sálvanos, Señor, de la religión sin gracia
que, como tú, también nosotros queramos corazón, no sacrificios
corazón abierto a ti y a las hermanas y hermanos.
A nosotros, ciegos, se dirigía aquella palabra de Jesús.
"No saben lo que hacen". Te pedimos, Señor,
comprender que somos ciegos, no justos
que lleguemos, Señor, a ver que estamos ciegos
para que empecemos por fin a implorarte y a implorar
desde nuestra impotencia.
Sólo entonces es posible que experimentemos tu misericordia
y podamos darla.


Pedro Trigo sj

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