miércoles, 19 de agosto de 2020

Sí, creemos, pero ¿qué hacemos con esa fe?


PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
23 de Agosto de 2020
Domingo de la Vigésimo Primera Semana Durante el Año

Lecturas de la Misa:
Isaías 22, 19-23 / Salmo 137, 1-3. 6. 8 Tu amor es eterno, Señor / Romanos 11, 33-36

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo     16, 13-20
    Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?»
    Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas».
    «Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?»
    Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».
    Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo».
    Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que Él era el Mesías.
Palabra del Señor.

MEDITACIÓN                                                                                                             
Como muy bien se pregunta Pablo: «¿Quién le dio algo [a Dios], para que tenga derecho a ser retribuido?» (2L). Eso nos recuerda que todo lo que tenemos es gracia; regalo gratuito, incluidos en esto padres, guías, cabezas de nuestras comunidades (1L y Ev). Sabiendo que «Esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Ev), nos sería útil aceptar con humildad las orientaciones que nos den, para, luego, hacer nuestras las palabras «Te doy gracias, Señor, de todo corazón» (Sal) y vivir la fe con la alegría servidora de quien se deja conducir por Jesús.
Lo que demuestran nuestras acciones.
Hemos señalado en una meditación anterior que tenemos el mal hábito de ponerle límites a la acción de Dios. También debiésemos reconocer que, consciente o inconscientemente, pretendemos darle instrucciones acerca de cómo debe hacer las cosas. Cada uno que revise sus oraciones.
El evangelio de este día nos puede servir para notar algo de esto.
La gente de su tiempo, correctamente, veía en Jesús un profeta. Y Pedro tiene toda la razón al reconocerlo como el Mesías (el Cristo). El tema es que, como quedó demostrado durante todo su ministerio, ninguno supo comprender el significado que esas denominaciones tenían para la comprensión del Maestro acerca de su propia misión.
Sus compatriotas tenían la acertada convicción de que «el Señor no hace nada sin revelar su secreto a sus servidores los profetas» (Am 3,7), ya que estos eran personas que se ponían a disposición suya para comunicar su voluntad, de tal manera que todos comprendían que eran sus auténticos portavoces.
Al Maestro, por ejemplo, lo comparaban con una serie de profetas: con Juan Bautista, debido a que, éste predicaba: «Produzcan los frutos de una sincera conversión […] El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto» (Lc 3,8-10), como algunas de las conductas queridas por Dios.
Jesús, por su parte, de manera semejante, enseñó, por ejemplo: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 4,17) «Al que quiere hacerte un juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto […] Da al que te pide, y no le vuelvas la espalda al que quiere pedirte algo prestado» (Mt 5,40-42).
En el caso de Elías, entre otros signos poderosos que se nos ha relatado en la Biblia, resucitó al hijo de una viuda (1 Rey 17,17-23), provocando que la mujer exclamase: «Ahora sí reconozco que tú eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor está verdaderamente en tu boca» (1 Rey 17,24), mientras que Jesús hace un portento similar (Lc 7,11-15), con lo que la gente reacciona diciendo: «Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo» (Lc 7,16).
De Jeremías, entre muchas otras palabras, podemos recordar que profetizó contra los líderes religiosos de su pueblo: «¡Ay de los pastores que pierden y dispersan el rebaño de mi pastizal! –oráculo del Señor–. Por eso, así habla el Señor, Dios de Israel, contra los pastores que apacientan a mi pueblo: ustedes han dispersado mis ovejas, las han expulsado y no se han ocupado de ellas» (Jer 23,1-2).
Y, como nos cuentan los evangelistas, el Maestro también lanzó muchos “ayes” sobre las autoridades de su tiempo: «¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran» (Mt 23,13), para señalar que, contrario a ellos «Yo soy el buen Pastor» (Jn 10,11).
Y así. Todas las palabras y acciones del Nazareno evocaban a los grandes hombres de Dios de los que la historia de su pueblo tenía noticias. Pero aquellos profetas, en general, ante esos males que veían, anunciaban como respuesta la venganza, la ira del Todopoderoso. Y, probablemente, eso esperaban sus contemporáneos de él. Pero Jesús, de una manera notoriamente opuesta, proclamaba el amor misericordioso del Padre.
Los discípulos, por otro lado, en la voz de Pedro, también acertaban al reconocerlo como «el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

El asunto es que la percepción que se tenía de ese título era una gloriosa y vencedora. Debido a eso, si leemos la continuación del trozo del evangelio que se nos presenta este día, inmediatamente después, el mismo Simón Pedro se atreve a reprender a su Maestro por haberles explicado que él entendía que ser Mesías implicaba «sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; [y] que debía ser condenado a muerte» (Mt 16,21), provocando como respuesta, de parte de Jesús, el que, al mismo que recién había alabado diciéndole: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo», en vista de su mala comprensión acerca de su misión, le espete duramente: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,23).
Es decir, que es posible estar en lo cierto acerca de quién es Jesús, pero, como hemos visto, también puede suceder, a la vez, que los cristianos nos equivoquemos profundamente acerca de qué significado tiene para el mundo nuestra comprensión de esta realidad. No nos vaya a suceder que nos ganemos el cuestionamiento que se llevaron quienes lo seguían en su tiempo: «¿Por qué ustedes me llaman: “Señor, Señor”, y no hacen lo que les digo?» (Lc 6,46).

En tantas cosas, también en la fe, nos falta tanto la humildad de aceptar y la sabiduría de comprender auténticamente quién eres, Señor. Y, con esto, quiénes debiésemos ser nosotros -que nos decimos seguidores tuyos- para los demás. Guíanos en la coherencia. Así sea.

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, evitar que la fe sea algo demasiado íntimo, para intentar demostrarla en hechos concretos que tengan sentido para otros,
Miguel

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