miércoles, 26 de agosto de 2020

La alegría de esforzarse para otros

 

PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR

Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo

30 de Agosto de 2020

Domingo de la Vigésimo Segunda Semana Durante el Año

 

Lecturas de la Misa:

Jeremías 20, 7-9 / Salmo 62, 2-6. 8-9 Mi alma tiene sed de ti, Señor, Dios mío / Romanos 12, 1-2

 

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo     16, 21-27

    Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.
    Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: «Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá».
    Pero Él, dándose vuelta, dijo a Pedro: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
    Entonces Jesús dijo a sus discípulos: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará.
    ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?
    Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras».

Palabra del Señor.

 

MEDITACIÓN                                                                                                             

Jesús podía perfectamente haber dicho: «había en mi corazón como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía» (1L): era el resultado de «discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (2L). También podía orar a su Padre: «tu amor vale más que la vida» (Sal). Por todo ello, debido a su absoluta fidelidad a la Misión que éste le encomendó, asumió valientemente que «debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte…» (Ev) sin huir de esto. Cada uno tiene su misión en la vida, no todas llevan a la muerte, pero todas debiesen vivirse hasta las últimas consecuencias.

Sin miedo a posibles consecuencias.

Los pensamientos que «no son los de Dios, sino los de los hombres» son aquellos que buscan, en primerísimo primer lugar, asegurar la existencia corriente, a toda costa, sin importar si eso afecta a otros o no. Es decir, anteponiendo a todo el cuidado propio. El absurdo es que racionalmente sabemos que no existe forma alguna de realmente asegurar la vida. La epidemia que aún sufrimos debiese recordárnoslo permanentemente. Aunque algunas áreas del mercado intenten convencernos de lo contrario con su publicidad.

Sin embargo, el Señor de la Vida sí puede hacer esta promesa y cumplirla: «el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará». ¿Cómo es posible esto?

Empezando, no hay que olvidarnos cuál es nuestro lugar respecto a él: que quienes nos llamamos cristianos somos discípulos de Jesús, el Cristo. Y el discípulo es, por definición, quien sigue, no quien guía u obstaculiza el camino de su Maestro, como se lo recuerda vehementemente a Pedro: «¡Retírate, ve detrás de mí…»

En segundo término, es importante evaluar si es que realmente queremos dejarnos conducir por las enseñanzas de este Maestro, porque ser fielmente cristianos -se nos advierte- conlleva el riesgo de padecer lo mismo que le tocó a él: «El discípulo no es más que su maestro» (Lc 6,40) «Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes» (Jn 15,20).

Pero, existe la otra perspectiva: teniendo conciencia que el camino de Jesús trae vida en abundancia (Jn 10,10), otra consecuencia es que se hace un caminar plenificador para uno mismo, por el hecho de ayudar a llevar mejor vida, más humanizada y digna, a los demás, lo cual demostró que era su motivación principal y lo que le daba sentido a su vida.

Si la respuesta a aquel cuestionamiento es positiva, es decir, si estamos entre los dispuestos a seguir su palabra, o, en palabras de Jesús: «El que quiera venir detrás de mí» (quien se ponga en el lugar correspondiente a sus discípulos), «que renuncie a sí mismo»: que no sean sus gustos, sus ganas, sus privilegios, el Norte de su brújula de vida, sino las enseñanzas del «Hijo del hombre» e «Hijo del Dios Vivo» (Mt 16,16), asumiendo las consecuencias ya señaladas: «que cargue con su cruz y me siga», así como él cargó su propia cruz.

Pero es bueno recordar que “la cruz” no es cualquier dolor, sino el castigo que reciben quienes se rebelan contra los poderosos -aquellos que quieren solamente obediencia y aceptación a su forma de ver e imponer las reglas del mundo-. Porque las palabras y acciones de Jesús, su entrega alegre por amor liberador a sus hermanos -como sabemos-, inevitablemente conllevaban rebeldía hacia las normas y enseñanzas de las autoridades judías y romanas de su tiempo, y como resultado de esto, «debía sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte…».

Aquello del cordero que se deja llevar al matadero como respuesta a un Dios que tenía que castigar a uno (su hijo) por las culpas de todos, era una fórmula primitiva de entenderlo, que funcionaba para aquel tiempo.

La reflexión madurada posterior llevó a comprender que no podía ser el Padre misericordioso de Jesús quien quisiera un castigo tan atroz para alguien (es más: para nadie).

A algunos todavía les hace sentido esa metáfora: allá ellos. Pero es muy difícil cargar ese tipo de cruces, culposas e íntimas, y seguir realmente (es decir, intentar asemejarse) a quien hizo de su vida presencia y amor de Dios entre nosotros, llevando a cabo y promoviendo entre los suyos la fraternidad y la solidaridad entre todos y especialmente con los más desvalidos.

Los cristianos de nuestro tiempo, en parte por esa prédica extraña de los sacrificios individualistas, nos caracterizamos más por intentar «ganar el mundo entero» (ser exitosos) en lo público, para relegar la fe al ámbito exclusivamente privado. Esto es: ir al culto semanal (los que mantienen la costumbre), u orar, o repetir alguna devoción, sin llamar mucho la atención, por lo tanto, sin riesgo alguno de que alguien nos pueda imponer “cruces”.

Podríamos decir, en cambio, que la esencia del cristianismo es “perder la vida por la causa de Cristo”, lo que no significa exponerse inútil y torpemente a las balas o a cualquier clase de muerte física, sino tener presente lo que lo movía a él (su causa): «el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir» (Mc 10,45).

De esta gráfica manera, enseñó que Dios mismo se ponía al servicio de la humanidad para hacerla feliz.

Ese estilo, que “pierde” un tipo de vida centrado en sí mismo porque permite, sirviendo con alegría, ganar una vida, para sí y para los demás, de mucho mejor calidad que la que nos toca de ordinario, es lo que nos enseña nuestro Maestro y que nos toca seguir como sus discípulos.

 

Estamos acostumbrados a querer obtener el máximo de beneficios con el menor esfuerzo. Tú nos invitas a descubrir la alegría de esforzarnos mucho para hacer la vida mejor alrededor nuestro, Señor. Enséñanos a aceptar y cargar gozosos esas cruces que se asemejan a la tuya. Así sea.

 

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, aprender el buen oficio de ser dadores de vida plena, buena, digna, para todos, en nombre del Señor de la Vida,

Miguel

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