PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo
24 de Julio de 2022
Domingo de la Décimo Séptima Semana Durante el Año
Lecturas de la Misa:
Génesis 18, 20-21. 23-32 / Salmo 137, 1-3. 6-8 ¡Me escuchaste, Señor, cuando te invoqué! / Colosenses 2, 12-14
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 11, 1-13
Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar, y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos».
Él les dijo entonces: «Cuando oren, digan:
Padre, santificado sea tu Nombre,
que venga tu Reino,
danos cada día nuestro pan cotidiano;
perdona nuestros pecados,
porque también nosotros perdonamos
a aquellos que nos ofenden;
y no nos dejes caer en la tentación».
Jesús agregó: «Supongamos que alguno de ustedes tiene un amigo y recurre a él a medianoche, para decirle: "Amigo, préstame tres panes, porque uno de mis amigos llegó de viaje y no tengo nada que ofrecerle," y desde adentro él le responde: "No me fastidies; ahora la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados. No puedo levantarme para dártelos".
Yo les aseguro que, aunque él no se levante para dárselos por ser su amigo, se levantará al menos a causa de su insistencia y le dará todo lo necesario.
También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.
¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión?
Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan!»
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
Gran misterio el de la oración. Se trata de tener conciencia de que, pese a que «Yo, que no soy más que polvo y ceniza, tengo el atrevimiento de dirigirme a mi Señor» (1L) para entablar un diálogo con él, confiados en la convicción que nos transmite Jesús, acerca de que de Él sólo podremos conseguir cosas buenas, porque es no sólo nuestro Padre, sino el mejor Padre que hay (Ev). Si a esto le sumamos «la fe en el poder de Dios que lo resucitó de entre los muertos» (2L) -es decir, que para Él nada es imposible- podemos, entonces, identificarnos con el salmista que canta «Te doy gracias, Señor, de todo corazón, porque has oído las palabras de mi boca» (Sal) y después mostrarnos agradecidos, amando y sirviendo a sus otros hijos más desvalidos.
Mostrándonos, en consecuencia, como hijos.
¿En qué clase de Dios creía Jesús?
Esto es importante tenerlo claro, porque decirse cristiano es aceptar que él es nuestro «Maestro y Señor» (Jn 13,13), a quien aceptamos como nuestro guía por los caminos de la vida, para seguir sus pasos de una manera semejante.
Entonces, corresponde que comprendamos con quién debemos establecer nuestra relación de fe, siguiendo su ejemplo.
Para él Dios es un padre bueno y amoroso, que hace salir el sol y llover para todos (Mt 5,45), que corre detrás de la oveja descarriada (Mt 10,12-14), que espera ansioso el regreso del hijo que se alejó de su casa y de su corazón (Lc 15,18-20), que se alegra más con la conversión de un pecador que con noventa y nueve que no parecen tener necesidad de ello (Lc 15,7), que cuida y provee para la vida de todos (Mt 6,26), que tiene especial cuidado por los más pequeños (Lc 12,32), que quiere que superemos y venzamos los paralizantes temores (Mt 10,29-31).
Esto porque él rescataba la mejor tradición de las Escrituras, esas que enseñan, por ejemplo: «Como un padre cariñoso con sus hijos, así es cariñoso el Señor con sus fieles» (Sal 103,13), saltándose esa imagen del Dios colérico y vengativo que también se muestra en otros textos.
Y así aprendieron a predicarlo también después sus discípulos: «¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente» (1 Jn 3,1).
Es un Dios que no oprime, sino que libera; que no condena, sino que salva; que no castiga, sino que perdona. Un Dios que ama la vida. Es el Dios de vivos, de la esperanza y del futuro.
Entonces, ya que, como él afirmó «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6), son su caminar, sus pasos los que pueden llevarnos hacia la cercanía con Dios.
Por ello tiene sentido que, tal como sus discípulos, si nos interesa la relación con Él, primero necesitemos saber cómo dirigirnos a Él, lo que en lenguaje de fe se dice orar.
Puede ser útil, en este punto, despejar que orar y rezar no es lo mismo. Simplificando: orar es hablar espontáneamente con Dios, mientras rezar significa dirigirse a Él utilizando formulas y frases elaboradas por otros.
Pues bien, entonces, cuando los discípulos se dirigen al Maestro para pedirle: «enséñanos a orar», no le piden un texto para recitar de memoria como solemos hacer nosotros. Tan así es que el recuerdo de la comunidad de Lucas que tenemos presente hoy es diferente al que nos ofrece la de Mateo 6,9-13, que es el que se reza normalmente.
Lo que parece querer Jesús es enseñar los puntos clave que se debe tener presente en la oración. Es por ello que, para comenzar, invita a llamarlo de la manera que él entiende: «Cuando oren, digan: Padre» y después viene todo lo demás.
Porque Jesús se siente hijo de ese Dios, con todas las características ya reseñadas más arriba. La gracia de esto es que esa percepción lo hacía vivir, actuar y relacionarse con los demás como cree que debiese hacerlo un hijo de ese tipo de Padre.
Y eso le da un sentido muy distinto al nuestro, que rezamos o algunos que oran con sus propias palabras, pero que unos y otros, después seguimos nuestra existencia totalmente independiente de la relación con Dios.
Dice otro seguidor suyo: «ustedes […] han recibido el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios ¡Abba!, es decir, ¡Padre!. El mismo espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. En efecto, toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios» (Rom 8,15-19).
Si fruto de nuestra oración logramos revelarnos, lo más fielmente posible, como hijos de ese Padre que ama y perdona, de una tremenda paciencia, que quiere la salvación de todos, interesado en la vida de cada uno, privilegiando a los más sencillos y marginados, tiene sentido que nos dirijamos a él como nos enseñó Jesús.
Así, podríamos parafrasear un dicho popular afirmando: “dime a quién oras y te diré quién eres”. Por lo tanto, si oras a Dios como Padre, eres hijo suyo.
A ver si se nota en lo que haces.
Padre bueno, lleno de toda bondad, que tu Nombre llegue a ser glorificado, debido a que quienes nos decimos tus hijos ayudamos a que venga tu Reino, compartiendo nuestro pan cotidiano, perdonándonos mutuamente y sin caer en la tentación de ser infieles a la invitación a ser tus hijos. Así sea.
Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, vivir como hijos del Buen Padre Dios, mostrando que en nuestro “ADN espiritual” hay algo de Él,
Miguel.
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