miércoles, 29 de enero de 2025

Con la sabiduría de los ancianos

PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR

Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo

2 de Febrero de 2025                                               

La Presentación del Señor

 

Lecturas de la Misa:

Malaquías 3, 1-4 / Salmo 23, 7-10 El Rey de la gloria es el Señor de los ejércitos / Hebreos 2, 14-18

 

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas     2, 22-40


    Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación de ellos, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: "Todo varón primogénito será consagrado al Señor". También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
    Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
    «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.»
    Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de Él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos.»
    Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
    Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.

Palabra del Señor.

 

MEDITACIÓN                                                                                                             

Jesús «debió hacerse semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el servicio de Dios» (2L), sin embargo, para quienes estaban en comunión el Señor era más fácil ver en él algo más que otro humano, tal como ocurre ya cuando es bebé y se nos cuenta que Simeón alaba a Dios por reconocerlo como quien llegaría a ser «la salvación que preparaste delante de todos los pueblos» (Ev). Él y Ana sintieron que se cumplía en ese niño las siguientes palabras de las Escrituras «entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan» (1L) y también: «¡Puertas, levanten sus dinteles, levántense, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria!» (Sal).

Valorando la experiencia de quienes han vivido más.

Como sabemos, en la Biblia se cuenta que hay quienes llegaron a vivir más de 900 años, lo que nos da más argumentos para aclarar que no se debe tomar al pie de la letra lo que hay en ella. Esa cifra quiere decir que Dios ama y protege mucho a aquellas personas.

¿Por qué no es posible? Recurramos al concepto de “esperanza de vida”, que es el promedio de años que se espera que viva la gente en un periodo de tiempo. Puntualizando que “promedio” significa que unos pueden vivir más (pero no tanto más) y otros menos.

Por ejemplo, en los propios tiempos de Jesús la esperanza era aproximadamente de 25 años, 33 en la Edad Media y 55 al comienzo del siglo XX. Hoy la esperanza de vida mundial es de 73,3 años.

Esto es así porque se va superando la violencia y mejoran los avances tecnológicos, especialmente en los temas de salud. Entonces, a mayor antigüedad (como es el caso de esos personajes de las Escrituras que mencionábamos al comienzo) menos posible es que hayan podido llegar a edades avanzadas.

Por todo lo anterior es que se dice que a nivel terrestre el envejecimiento de la población será una de las transformaciones sociales más relevantes del siglo XXI, proyectándose que el número de personas mayores se duplicará para el 2050 y triplicará para el 2100.

Chile es uno de los países latinoamericanos que ha experimentado un acelerado incremento de su población adulta mayor, esperándose que hacia el 2040, sobre 20% de la población (una de cada 5 personas) supere los 60 años. Concluimos, por lo tanto, en que estamos envejeciendo aceleradamente. Sin embargo, eso no significa necesariamente que haya mejorado en esa misma proporción en nuestras sociedades el cuidado y respeto por los adultos mayores y, en consecuencia, tampoco la calidad de vida que les toca. Todos conocemos experiencias al respecto.

El evangelio de hoy, en cambio, nos invita a valorar la sabiduría acumulada que se produce inevitablemente por la cantidad de años vividos.

Antes, tengamos presente que cuando hablamos de profetas, en general, pensamos en personas que son una especie de adivinos, que predicen lo que va a suceder. Los profetas bíblicos anunciaban, de parte de Dios, lo que sucedería, no porque fueran pitonisos, sino porque, íntimamente unidos al Señor, son capaces de prever lo que sucederá si sus oyentes no corrigen el camino que están siguiendo. Y, como éstos se mantenían incorregibles, sucedía inevitablemente lo que habían anunciado. De ahí su fama malentendida.

Este día conocemos a Simeón, a quien tradicionalmente (pese a que el texto no lo dice) se ha considerado un anciano, debido a que El Espíritu Santo «le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor». Ante el niño dice: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz»; y también se nos presenta a Ana, de quien se nos da el dato preciso de que «tenía ochenta y cuatro años», previniendo nuevamente que los números para la cultura que nos heredó estos textos no son matemáticamente exactos, pero, debido a su condición de viuda por muchos años, debía ser bastante mayor.

En sus actitudes y dichos vemos que, como los profetas, ambos están en sintonía con Dios, sumada a su largo caminar y acumular experiencias durante su vida, esto los hace capaces de ver, como nadie más, en aquel bebé «la salvación […] luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel» y, como los profetas, que no se guardaban para sí lo que el Señor les mostraba, acompañar este descubrimiento con acciones: «se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén».


La Biblia también nos dice: «En los cabellos blancos está la sabiduría y en la edad avanzada, la inteligencia» (Job 12,12); y «Corona de gloria son los cabellos blancos, y se la encuentra en el camino de la justicia» (Prov 16,31). La justicia, en términos bíblicos es la concreción de la voluntad misericordiosa de Dios para todos.

Por lo tanto, concluyamos en que, no sólo porque cada vez son más, sino porque son hijos de Dios y nosotros intentamos ser fieles seguidores de Él, es necesario que en nuestras comunidades revaloremos más el tesoro de experiencia que nuestros ancianos nos pueden otorgar. Sería otra actitud, como tantas que aprendemos del Señor, que nos evitarían ser parte de esta cultura que, en este caso, sobrevalora la juventud, desplazando, aplazando y despreciando a nuestros padres y abuelos.

 

Danos, Señor, la sabiduría de Simeón y Ana, que fueron capaces de descubrir cómo se va realizando la justicia de Dios en nuestro mundo. Pero también aquella que nos muestra cómo aprovechar, para esto mismo, la experiencia y el recorrido de vida que nos pueden aportar nuestros adultos mayores. Así sea.

 

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, ser capaces, como Simeón y Ana de descubrir al Señor en los pequeños y en las pequeñas cosas,

Miguel.

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