miércoles, 28 de febrero de 2024

Prácticas que honran el Templo de Dios

PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR

Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo

3 de Marzo de 2024                                                  

Domingo de la Tercera Semana de Cuaresma

 

Lecturas de la Misa:

Éxodo 20, 1-17 / Salmo 18, 8-11 Señor, Tú tienes palabras de Vida eterna / I Corintios 1, 22-25

 

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan     2, 13-25


    Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio».
    Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.
    Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?»
    Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar».
    Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?»
    Pero Él se refería al templo de su cuerpo.
    Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.
    Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre.

Palabra del Señor.

 

MEDITACIÓN                                                                                                             

El Templo de Dios es el cuerpo de Jesús (Ev) y el de cada ser humano (1 Cor 3,16). Esto parece una locura, pero «la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres» (2L). Pues bien, como «los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos» (Sal) y Él nos ha mandado amarlo en el prójimo (Mt 22,36-40), recordándonos: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de […] un lugar de esclavitud» (1L), espera de nosotros también ayudar a liberarse a los hombres y mujeres del mundo de las esclavitudes que les impiden vivir con la dignidad que merece ese lugar sagrado donde habita Dios.

Pero no la estructura de concreto…

Un dato que puede ser muy interesante y ayudar a esclarecer el relato con el que nos encontramos hoy es que muchos estudiosos coinciden en afirmar que el evangelio de Juan, y, por lo tanto este texto, fue escrito décadas después de la trágica destrucción del Templo de Jerusalén a manos de los romanos.

La implicancia que tiene esto es que lo que buscaría resaltar el evangelista no sería el cuidado o la “purificación” de éste, ya inexistente como hemos dicho, sino simbolizar con este edificio algo muy diferente… ¿Qué sería eso?

Podríamos suponer que lo que Jesús quiso realmente “destruir” era una forma de hacer religión que se había ido alejando del querer de Dios, como él lo entendía.

Tomemos en cuenta que la labor de los vendedores y cambistas era imprescindible para desarrollar la forma de culto religioso que los judíos se habían ido dando con el paso del tiempo.

Los bueyes, ovejas y palomas que se vendían eran necesarios para los sacrificios ofrecidos en el templo. Y los hombres de la religión habían decidido que estos, “para agradar a Dios” debían ser perfectos. ¿Quién certificaba esto? los sacerdotes. Por esto, ellos controlaban este comercio.

También eran indispensables los cambistas, porque, otra vez según los criterios de los que manejaban el templo, el único dinero que el Señor toleraría para las ofrendas y transacciones dentro de ese recinto sería el acuñado en ese mismo lugar. Alguien debía estar a cargo de permutar el efectivo “impuro” por aquel más “santo”. Obviamente, los sacerdotes otorgaban discrecionalmente el privilegio de realizar esa económicamente beneficiosa labor.

No es necesario ser mal pensados para suponer, teniendo en cuenta todo lo anterior, lo fácil que sería caer en la corrupción. Y esto en nombre, ni más ni menos, de Dios.

Jesús, para dar a entender que todo esto no sería la forma correcta de adorar al Señor, reaccionó como los antiguos profetas, con una acción muy vistosa: «Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: “Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”».

La forma más acorde con el querer del Altísimo, de acuerdo a otras enseñanzas de Jesús, se alejaba de las tradiciones religiosas habituales de su tiempo. Por ejemplo:

Para él, más importante que las actividades rituales era el cuidado compasivo por los demás: «Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios» (Mt 9,13). Aquí, significativamente, cita un texto de uno de los profetas del Antiguo Testamento, quien complementa esta frase señalando que hacer esto refleja un correcto «conocimiento de Dios» (Os 6,6).

En otra ocasión critica a los perfectos cumplidores de las normas religiosas, pero que «descuidan lo esencial de la Ley; la justicia, la misericordia y la fidelidad» (Mt 23,23), lo que resalta, nuevamente, que antes que las prácticas religiosas está la correcta relación con los demás.

Y, tal vez la enseñanza al respecto más elocuente de todas sea esta: «si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda» (Mt 5,23-24).

La conclusión puede sonar hereje, pero, si tomamos en cuenta sus enseñanzas, como las ya


mencionadas, éstas nos dicen que Jesús invita a que, si llegase a ser necesario elegir entre Dios y el ser humano, hay que elegir a este último, porque Él mismo lo pone por sobre todas las cosas: «¿qué es el hombre para que pienses en él, el ser humano para que lo cuides? Le diste dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies» (Sal 8,5-7).

Pero, además, porque es de sentido común: el Todopoderoso no necesita nada de nosotros, en cambio sus hijos -todos nosotros- frágiles y débiles como somos, siempre somo carentes de algo, por lo que cuando podemos dar lo que requiere algún hermano, estamos siendo instrumentos de Dios en su afán por darle amor misericordioso a lo más sagrado que hay en toda la Creación  (más que cualquier edificio que tarde «cuarenta y seis años» en construirse): la persona humana, que es donde Él ha escogido habitar (Jn 14,23; Hb 3,6), por lo que es su más auténtico Templo y es la «Casa» por la cual Jesús demostró hasta el fin que lo consumía un gran celo.

 

Que sepamos cuidar, respetar y honrar la dignidad del más sagrado Templo de Dios, la persona humana, como obraste tú mismo, Señor, en primer lugar, al hacerte uno de nosotros, mostrándonos lo valioso que es para ti nuestro cuerpo y, luego, dedicando tu actuar y tu enseñar a sanar, acoger y liberar a cada ser humano, lugar donde Dios mismo habita. Así sea.

 

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, descubrir el sentido concreto que tiene para nuestra vida el relato de la expulsión de los mercaderes del Templo,

Miguel.

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