PREPAREMOS
EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
2 de Febrero de
2020
La Presentación
del Señor
Lecturas
de la Misa:
Malaquías 3, 1-4 / Salmo 23, 7-10 El Rey de la gloria es
el Señor de los ejércitos / Hebreos 2, 14-18
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas
2, 22-40
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación,
llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la
Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en
sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del
Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y
piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le
había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por
el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño
para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos
y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has
prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de
todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu
pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa
de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a
ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente
los pensamientos íntimos de muchos.»
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la
familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había
vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y
tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche
y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar
gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la
redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que
ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El
niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios
estaba con él.
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
Jesús entendió que «debió hacerse semejante en todo a sus
hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el
servicio de Dios» (2L), sin embargo,
para quienes estaban en comunión con Dios era más fácil ver en él algo más que
otro humano, tal como ocurre ya cuando es bebé y se nos cuenta que Simeón alaba
a Dios por reconocerlo como quien llegaría a ser «la
salvación que preparaste delante de todos los pueblos» (Ev), por eso, podían
sentir que se cumplía en ese niño las siguientes palabras de las Escrituras «en
seguida entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan» (1L) y «¡Puertas,
levanten sus dinteles, levántense, puertas eternas, para que entre el Rey de la
gloria!» (Sal).
Sabiduría desperdiciada.
No necesitamos estadísticas ni que nos lo
cuenten: todos sabemos que a nuestros adultos mayores, mayoritariamente, ya no se
los respeta, ni se los valora.
Mientras en las culturas más antiguas y, por
eso mismo, más sabias, se consideraba (y se considera) a los ancianos como
fuente de la sapiencia y portadores de las tradiciones que le daban cohesión a
su pueblo, hoy vale sólo lo nuevo y lo joven.
Es innegable, por cierto, que en aquellas
sociedades ocurría la situación opuesta: se despreciaba la juventud. Sin
embargo, la reacción contraria, como todos los extremos, no es saludable.
Pero, volvamos a nuestros mayores en la actualidad.
¿Cómo es que ser viejo se volvió un insulto?
¿Por qué maltratamos a nuestros padres o abuelos avanzados en edad (y a veces
no tanto)? O, tal vez peor, ¿por qué ignoramos a nuestros mayores?
Una actitud bastante irracional, si pensamos
en que casi todos llegaremos a tener esa edad…
El evangelio de hoy nos dice, por el
contrario –casi como que nos grita-: “¡escuchen a los ancianos!”. Porque
notemos que, de la muchedumbre que asistía al Templo habitualmente, ya que los
judíos y quienes los respetaban lo consideraban el único lugar de todo el mundo
en donde habitaba Dios, de todos sólo un par de viejos, Simeón y Ana, no sólo
fueron capaces de descubrir lo extraordinario en ese pequeño bebé, sino que,
ante él, dejaron hablar a la sabiduría que acumulaban.
Simón espontáneamente «alabó a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor
muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que
preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones
paganas y gloria de tu pueblo Israel”» y, nuevamente apelando a su vasta experiencia de vida, supo que esto
no sería fácil ya que, cuando alguien es fiel al envío que el Altísimo hace, inevitablemente
tendrá problemas, por eso se dirige a los padres y «después de bendecirlos, dijo a María, la madre: “Este niño será causa de
caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti
misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los
pensamientos íntimos de muchos”», tal como
efectivamente sucedería y es de nuestro conocimiento.
Notemos el gesto de bendecirlos que se nos
cuenta y cómo María y José recibieron la bendición de este desconocido, respetando
las canas.
Ana, por su parte, como muchas de nuestras
abuelas, era más bien práctica: una servidora, como se nos cuenta. Entonces, «se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que
esperaban la redención de Jerusalén»: proclamó esta buena noticia a todos los que la necesitaban.
Tengamos en cuenta que las Escrituras que
Simeón y Ana, y también María y José, como todos los buenos judíos, veneraban,
contenían, entre otros, este mandamiento: «Te levantarás delante del anciano, y
serás respetuoso con las personas de edad. Así temerás a tu Dios. Yo soy el
Señor» (Lev 19,32) y sapiencialmente, además, recordaban: «En los cabellos blancos está la
sabiduría y en la edad avanzada, la inteligencia» (Job 12,12).
Ellos tuvieron el privilegio de pertenecer a
una sociedad en que se los escuchaba y, por eso, hablaron libremente. ¿Cuántas
cosas valiosas nos habremos perdido por no poner atención a lo que tenían para
decirnos las personas mayores?
Que podamos aprender a valorar y acoger a
nuestros ancianos, para saber sacar provecho de su sabiduría y experiencia, de
manera que sirvan a todos, porque es lo que esperas de nosotros, Señor, y
porque son hijos amados por el Padre y merecen todo nuestro respeto. Así sea.
Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, crecer en
sabiduría, aprendiendo de nuestros hermanos con más experiencia de vida,
Miguel
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