miércoles, 29 de enero de 2020

Escuchar a nuestros mayores


PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
2 de Febrero de 2020
La Presentación del Señor

Lecturas de la Misa:
Malaquías 3, 1-4 / Salmo 23, 7-10 El Rey de la gloria es el Señor de los ejércitos / Hebreos 2, 14-18

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas     2, 22-40
Cuando llegó el día fijado por la Ley de Moisés para la purificación, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor. También debían ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o de pichones de paloma, como ordena la Ley del Señor.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le había revelado que no moriría antes de ver al Mesías del Señor. Conducido por el mismo Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres de Jesús llevaron al niño para cumplir con él las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel.»
Su padre y su madre estaban admirados por lo que oían decir de él. Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos.»
Había también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones. Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
 Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea. El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.
Palabra del Señor.

MEDITACIÓN                                                                                                             
Jesús entendió que «debió hacerse semejante en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo Sacerdote misericordioso y fiel en el servicio de Dios» (2L), sin embargo, para quienes estaban en comunión con Dios era más fácil ver en él algo más que otro humano, tal como ocurre ya cuando es bebé y se nos cuenta que Simeón alaba a Dios por reconocerlo como quien llegaría a ser «la salvación que preparaste delante de todos los pueblos» (Ev), por eso, podían sentir que se cumplía en ese niño las siguientes palabras de las Escrituras «en seguida entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan» (1L) y «¡Puertas, levanten sus dinteles, levántense, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria!» (Sal).
Sabiduría desperdiciada.
No necesitamos estadísticas ni que nos lo cuenten: todos sabemos que a nuestros adultos mayores, mayoritariamente, ya no se los respeta, ni se los valora.
Mientras en las culturas más antiguas y, por eso mismo, más sabias, se consideraba (y se considera) a los ancianos como fuente de la sapiencia y portadores de las tradiciones que le daban cohesión a su pueblo, hoy vale sólo lo nuevo y lo joven.
Es innegable, por cierto, que en aquellas sociedades ocurría la situación opuesta: se despreciaba la juventud. Sin embargo, la reacción contraria, como todos los extremos, no es saludable.
Pero, volvamos a nuestros mayores en la actualidad.
¿Cómo es que ser viejo se volvió un insulto? ¿Por qué maltratamos a nuestros padres o abuelos avanzados en edad (y a veces no tanto)? O, tal vez peor, ¿por qué ignoramos a nuestros mayores?
Una actitud bastante irracional, si pensamos en que casi todos llegaremos a tener esa edad…
El evangelio de hoy nos dice, por el contrario –casi como que nos grita-: “¡escuchen a los ancianos!”. Porque notemos que, de la muchedumbre que asistía al Templo habitualmente, ya que los judíos y quienes los respetaban lo consideraban el único lugar de todo el mundo en donde habitaba Dios, de todos sólo un par de viejos, Simeón y Ana, no sólo fueron capaces de descubrir lo extraordinario en ese pequeño bebé, sino que, ante él, dejaron hablar a la sabiduría que acumulaban.
Simón espontáneamente «alabó a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel”» y, nuevamente apelando a su vasta experiencia de vida, supo que esto no sería fácil ya que, cuando alguien es fiel al envío que el Altísimo hace, inevitablemente tendrá problemas, por eso se dirige a los padres y «después de bendecirlos, dijo a María, la madre: “Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos”», tal como efectivamente sucedería y es de nuestro conocimiento.
Notemos el gesto de bendecirlos que se nos cuenta y cómo María y José recibieron la bendición de este desconocido, respetando las canas.

Ana, por su parte, como muchas de nuestras abuelas, era más bien práctica: una servidora, como se nos cuenta. Entonces, «se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén»: proclamó esta buena noticia a todos los que la necesitaban.
Tengamos en cuenta que las Escrituras que Simeón y Ana, y también María y José, como todos los buenos judíos, veneraban, contenían, entre otros, este mandamiento: «Te levantarás delante del anciano, y serás respetuoso con las personas de edad. Así temerás a tu Dios. Yo soy el Señor» (Lev 19,32) y sapiencialmente, además, recordaban: «En los cabellos blancos está la sabiduría y en la edad avanzada, la inteligencia» (Job 12,12).
Ellos tuvieron el privilegio de pertenecer a una sociedad en que se los escuchaba y, por eso, hablaron libremente. ¿Cuántas cosas valiosas nos habremos perdido por no poner atención a lo que tenían para decirnos las personas mayores?

Que podamos aprender a valorar y acoger a nuestros ancianos, para saber sacar provecho de su sabiduría y experiencia, de manera que sirvan a todos, porque es lo que esperas de nosotros, Señor, y porque son hijos amados por el Padre y merecen todo nuestro respeto. Así sea.

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, crecer en sabiduría, aprendiendo de nuestros hermanos con más experiencia de vida,
Miguel

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