PREPAREMOS
EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
2 de Agosto de
2020
Domingo de la
Décimo Octava Semana Durante el Año
Lecturas
de la Misa:
Isaías 55, 1-3 / Salmo 144, 8-9. 15-18 Abres tu mano, Señor, y nos colmas de tus
bienes / Romanos 8,
35. 37-39
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Mateo
14, 13-21
Después de la muerte de Juan Bautista, Jesús se alejó en una barca a un
lugar desierto para estar a solas. Apenas lo supo la gente, dejó las ciudades y
lo siguió a pie. Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y,
compadeciéndose de ella, sanó a los enfermos.
Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: «Este es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos».
Pero Jesús les dijo: «No es necesario que se vayan, denles de comer ustedes mismos».
Ellos respondieron: «Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados».
«Tráiganmelos aquí», les dijo.
Y después de ordenar a la multitud que se sentara sobre el pasto, tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud.
Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que sobraron se llenaron doce canastas. Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.
Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: «Este es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos».
Pero Jesús les dijo: «No es necesario que se vayan, denles de comer ustedes mismos».
Ellos respondieron: «Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados».
«Tráiganmelos aquí», les dijo.
Y después de ordenar a la multitud que se sentara sobre el pasto, tomó los cinco panes y los dos pescados, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes, los dio a sus discípulos, y ellos los distribuyeron entre la multitud.
Todos comieron hasta saciarse y con los pedazos que sobraron se llenaron doce canastas. Los que comieron fueron unos cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños.
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
Nuestro Señor «está cerca de aquellos que lo invocan» (Sal) y de quienes, sin hacerlo, se presentan ante él con sus debilidades: «Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de
ella, sanó a los enfermos» (Ev), esto, porque nada «podrá separarnos jamás
del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (2L). Sin embargo, para que su accionar misericordioso siga
desarrollándose, es necesario que los cristianos «Presten atención y vengan a mí, escuchen bien y
vivirán» (1L) y una vez oído su mensaje,
salgamos de nuestras comodidades y también nos ocupemos de los necesitados,
poniendo en práctica sus enseñanzas.
Sin excusas, con ganas.
En el capítulo anterior del evangelio que se
nos propone hoy, el cual hemos ido recorriendo durante las semanas anteriores,
nos fuimos encontrando con una serie de prédicas de Jesús -las llamadas
“parábolas del Reino”-, que son una serie de enseñanzas suyas acerca de lo que fue
descubriendo como el sueño de Dios para sus hijos: un mundo donde surja y se
desarrolle lo mejor de lo humano, de tal manera que, para todos -creyentes o
no-, pueda ser una certeza que Dios reina en y entre nosotros.
Después de esto y, según el evangelio que
este día meditamos, ha llegado la hora de poner las fuerzas del Reino en acción.
Porque las enseñanzas del Maestro no son sólo palabras; estas siempre se ven
refrendadas en su propio estilo de actuar.
«Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de
ella, sanó a los enfermos».
Comprendemos, así, que donde reina Dios, reina la
compasión -que no es lo mismo que la lástima- que es el “padecer con”: sentir
el mismo o semejante dolor que sufre el otro. El ejemplo de parte de Dios es: «me
compadecí de ti con amor eterno, dice tu redentor, el Señor» (Is 54,8).
Ese ejemplo es seguido por quien «es la Imagen del Dios invisible» (Col 1,15), su
Hijo Jesús, de quien se nos cuenta -entre otros episodios- que «llevaban a enterrar
al hijo único de una mujer viuda, y mucha gente del lugar la acompañaba. Al
verla, el Señor se conmovió y le dijo: “No llores”» (Lc 7,12-13).
Donde reina Dios, además, el sufrimiento va siendo
vencido, porque el Padre Dios no ama el dolor de sus hijos, como parecen creer
algunos. Se nos ha dicho, a modo de ejemplo sobre esto, que Él «perdona todas tus culpas y cura
todas tus dolencias» (Sal 103,3).
Debido a lo anterior, también su profeta se dedicó a sanar y liberar de
los padecimientos a sus hermanos, como hemos podido ver en muchas ocasiones,
como esta: «Jesús dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados”.
[Pero] Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior: “¿Qué
está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los
pecados, sino sólo Dios?”. [Entonces] Jesús, advirtiendo en seguida que
pensaban así, les dijo: “¿Qué están pensando? ¿Qué es más fácil, decir al
paralítico: ‘Tus pecados te son perdonados’, o ‘Levántate, toma tu camilla y
camina’? Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el
poder de perdonar los pecados –dijo al paralítico– yo te lo mando, levántate,
toma tu camilla y vete a tu casa”. Él se levantó en seguida, tomó su camilla y
salió a la vista de todos» (Mc 2,5-12).
Es decir, lo sanó físicamente y le liberó el alma, a la vez.
Y donde reina Dios,
para ir concluyendo, la solidaridad es más grande que las necesidades de la
gente. De hecho, entre las leyes que Dios dio a su pueblo se encuentra esta: «Por
eso yo te ordeno: abre generosamente tu mano al pobre, al hermano indigente que
vive en tu tierra» (Ex
15,11). Consecuente con esto, Jesús urge a sus discípulos a no quedarse
atascados en la descripción del problema: «Este es un lugar desierto y ya se hace
tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos
[…] Aquí no
tenemos más que cinco panes y dos pescados», sino, más bien, a buscar ir
más allá, hasta encontrar soluciones comunitarias: «denles de comer ustedes
mismos».
Es que hay una promesa antigua: «Los pobres y los indigentes buscan
agua en vano, su lengua está reseca por la sed. Pero yo, el Señor, les
responderé, yo, el Dios de Israel, no los abandonaré» (Is 41,17).
Para eso ha enviado a su Hijo, quien, por ejemplo, pese a no tener donde
reclinar la cabeza (Mt 8,20), cuidaba de que en su comunidad hubiese una
bolsa para ir en ayuda de los más pobres (Jn 13,29). Y, como queda claro en el
evangelio de este día, él, a su vez, confía esta misma misión-desafío (el
cuidado de los desfavorecidos), a quienes se digan seguidores suyos.
Sería muy bello, por lo tanto, que siempre tuviésemos presente este
mandato de Jesús: «No es necesario que se vayan, denles de comer ustedes
mismos». Es decir, que ojalá nadie se aleje de los cristianos con las manos
vacías, si así llegaron, porque quienes utilizan este nombre están llamados a
ser, a semejanza de su Maestro, profetas constructores del Reino de Dios, que
es un mundo renovado por la compasión, el combate al sufrimiento y el ardor por
aliviar las necesidades de los más desamparados.
De esa manera, pese a nuestras limitaciones y pequeñez, podemos contribuir
-ni más ni menos- a hacer presente el amor de Dios en este mundo que tanto lo
necesita. Porque donde Dios reina, el amor reina.
Habitualmente, nos creemos más impotentes de lo que somos, porque no
tomamos en cuenta la fuerza del Reino actuando en y desde nosotros, ya que tú,
Señor, la derramaste en nuestros corazones, en nuestro espíritu y en nuestras
capacidades para ello. Mantennos fieles a tu llamado. Así sea.
Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, mostrar
cómo reina Dios y cómo puede reinar aún más si se lo permitimos, dejándonos
inundar por su Misericordia activa,
Miguel
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