miércoles, 3 de marzo de 2021

Los templos que hay que cuidar más (y cómo)

PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR

Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo

7 de Marzo de 2021

Domingo de la Tercera Semana de Cuaresma

 

Lecturas de la Misa:

Éxodo 20, 1-17 / Salmo 18, 8-11 Señor, Tú tienes palabras de Vida eterna / I Corintios 1, 22-25

 

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan     2, 13-25


Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio.»

Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.

Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?»

Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar.»

Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»

Pero él se refería al templo de su cuerpo.

Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.

Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que le informaran acerca de nadie: él sabía lo que hay en el interior del hombre.

Palabra del Señor.

 

MEDITACIÓN                                                                                                             

El Templo de Dios es el cuerpo de Jesús (Ev) y cada ser humano (1 Cor 3,16). Si nos cuesta creerlo, el Apóstol nos recuerda que «la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres» (2L). Entonces, como «los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos» (Sal) y Él nos ha mandado amarlo en el prójimo (Mt 22,37-40), y, además, nos recuerda: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de […] un lugar de esclavitud» (1L), espera de nosotros también ayudar a liberarse a los hombres y mujeres del mundo de las esclavitudes que les impiden vivir con la dignidad que merece el lugar sagrado de Dios.

Menos ladrillos, más persona humana.

Los templos, desde muy antiguo, han sido muy importantes para el cristianismo.

Casi todos conocemos historias de personas que tienen una relación afectiva muy especial con alguno en particular o de grupos que con esfuerzo y durante un largo periodo de tiempo fueron construyendo al que cobijaría a su comunidad de fe.

La pregunta sería ¿qué tan importante eran estos edificios para nuestro Maestro?

Podríamos asegurar que, como todo judío de su tiempo, veneraba especialmente el Templo de Jerusalén, lugar de peregrinación y adoración principal de su pueblo. Y, aunque no es lo mismo, que respetaba y acudía a las sinagogas de las aldeas y ciudades que iba visitando.

Y, por cierto, tenemos esta única oportunidad que se nos recuerda este día, en que toma una acción muy radical, de tal manera que «sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá».

Sin embargo, no tenemos palabras suyas destacando esas estructuras. Al contrario, un pasaje nos señala que, ante esto, les recordó a sus discípulos lo efímeras que son las obras humanas: «Cuando Jesús salía del Templo, uno de sus discípulos le dijo: “¡Maestro, mira qué piedras enormes y qué construcción!”. Jesús le respondió: “¿Ves esa gran construcción? De todo esto no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”» (Mc 13,1-2).

Incluso en otra ocasión afirma sobre la disputa entre su pueblo, que tenía sobre un monte la ciudad de Jerusalén, sede del Templo de esta historia y otro vecino y rival, que reclamaba al suyo, ubicado en la ciudad sobre el monte Garizim, cada uno como el único verdadero: «”Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre”» (Jn 4,21.23)

Podríamos creer, entonces que valoraba el Lugar Santo, pero sin perder la perspectiva de que el Padre Dios no cabe ni es posible encerrar toda su Gloria en un solo lugar, por mucha tradición religiosa que tenga ese sitio.

Es muy importante, en consecuencia, que los creyentes asimilemos lo que declara el evangelista en este texto que se nos presenta hoy: «Jesús les respondió: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar.” Los judíos le dijeron: “Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” Pero él se refería al templo de su cuerpo.»

Esto tiene, nos parece, dos implicancias muy importantes para nosotros.

La primera, literal, es que Jesús es el nuevo templo donde habita Dios. Entonces, para encontrarse con Él, no basta entrar en una iglesia; se necesita estar más cerca del Maestro, asumir su proyecto humanizador, seguir su ejemplo, vivir con un espíritu semejante al suyo (1 Jn 2,6).

Es que las puertas de este templo distinto a los que construimos los humanos no se cierran ante nadie: los pecadores son su objetivo; los impuros son acogidos y limpiados; los paganos (o ateos) no son estigmatizados, debido a que el Dios que habita en Jesús es de todos y para todos, tal como nos enseñó su forma de vivir entre nosotros.

En este templo no se hace discriminación alguna. En Cristo «ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer» (Gal 3,28). En él, contrario a nuestros templos, -reconozcámoslo- los únicos preferidos son los necesitados de amor y de vida.


La segunda implicancia se deriva de lo anterior: cuando Jesús habla del templo de su cuerpo, también se refiere a su estructura humana de carne, huesos y alma; la misma que comparte con cada hermano y hermana de raza, hijos como él del Padre Dios (Gal 4,6-7). Así lo entendieron las comunidades posteriores. Por ejemplo, cuando se afirma que somos templos en el que habita el mismo Espíritu de Dios (1 Cor 6,19) y también que somos «el edificio de Dios» (1 Cor 3,9).

Esta percepción llevó a nuestro Maestro, y posteriormente a sus seguidores, a tener una actitud permanente de respeto, dignificación y cuidado por los demás templos donde habita el Señor, valorando, como corresponde, los edificios dedicados al culto, pero sin transformarlos en un fin, sino en uno de los medios para poder celebrar la fe en Dios.

El fin será siempre amar a Dios como enseñó Jesús: amándolo en sus creaturas, con especial predilección por los más necesitados entre ellas (Mt 25,34ss), donde se encuentra lo verdaderamente sagrado para Él (Mc 2,27).

 

Solemos perdernos entre lo principal y lo subordinado a esto, en todo orden de cosas. También en lo que respecta a la fe, como bien sabes, Señor. Mantennos la paciencia y continúa guiándonos pese a nuestra torpeza, pero sabiendo como sabes que queremos adorarte mejor, a pesar de todo. Así sea.

 

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, respetar, dignificar y cuidar el más sagrado de los templos donde habita Dios: la persona humana,

Miguel

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