miércoles, 20 de octubre de 2021

Acoger a los Bartimeos

PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR

Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo

24 de Octubre de 2021                                             

Domingo de la Trigésima Semana Durante el Año

 

Lecturas de la Misa:

Jeremías 31, 7-9 / Salmo 125, 1-6 ¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros! / Hebreos 5, 1-6

 

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos     10, 46-52


    Cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timeo -Bartimeo, un mendigo ciego- estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús, el Nazareno, se puso a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!» Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten piedad de mí!»
    Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo».
    Entonces llamaron al ciego y le dijeron: «¡Animo, levántate! Él te llama».
    Y el ciego, arrojando su manto, se puso de pie de un salto y fue hacia Él. Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?»
    Él le respondió: «Maestro, que yo pueda ver».
    Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino.

Palabra del Señor.

 

MEDITACIÓN                                                                                                             

En el momento de la conversión, cuando «tu fe te ha salvado» (Ev) del mundo de tinieblas que es la sociedad consumista, competitiva y egoísta, cada uno/a puede sentir en su corazón la voz del Padre Dios diciendo: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (2L). En esa circunstancia, es comprensible si «nuestra boca se llenó de risas y nuestros labios, de canciones» (Sal). Pero no debe quedar en una alegría interna; hay que salir, hay que comunicarlo, que mucha más gente lo sepa y se alegre: «Háganse oír, alaben y digan: ¡El Señor ha salvado a su pueblo!» (1L): salvado de la ceguera de no ser capaces de ver a los demás como hermanos y portarnos como tales entre nosotros.

Sin hacerse los ciegos.

Vimos no hace mucho tiempo una inaceptable y triste situación, la cual movió, gracias a Dios, a que personas con un elevado concepto de humanidad se conmoviesen y actuaran: autoridades y comunidades crearon albergues y servicios para migrantes en los poblados de las fronteras del norte de nuestro territorio.

¿Qué catalizó esta ola solidaria? El que una turba de chilenos, sintiéndose con más derechos que otros que no habían nacido en esta patria, pero que, por distintos motivos, querían comenzar un nuevo proyecto de vida en este bello país, les agredieron.

Y les quemaron sus pocas pertenencias.

Xenofobia, sí. Pero no es realmente hostilidad hacia el extranjero, que es lo que significa esa palabra, porque hay muchísimos foráneos con muchos ceros en sus cuentas corrientes, a los que, seguramente, ninguna de estas personas alguna vez han repudiado.

El problema de estos migrantes afectados es que son pobres.

Aporofobia, entonces, es el término adecuado.

¿Es decir que cuando la canción folclórica dice “y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero”, debiese aclarar que esto vale sólo para quien tenga (o traiga) su propio dinero?

Qué horrible si así fuese.

Pues, bien, también en todo grupo humano sucede: mientras más tiempo se es parte de la organización, más los integrantes se sienten dueños de esta, de sus locales y normas. Y sentirse propietarios implica hacérselo sentir claramente a los nuevos o con menos tiempo en esta, impidiendo algunas iniciativas que provienen de ellos o decidiendo arbitrariamente cuándo pueden o no hacer algo en ella.

Y, por cierto, a todo lo anterior se suma un rechazo a quien «no es de los nuestros» (Mc 9,38), bajo la creencia de que nuestro país, nuestra organización, nuestro grupo -sólo por pertenecer nosotros a él-, es lo mejor que puede existir.

Es muy semejante, pero bastante más feo, cuando estas situaciones ocurren en comunidades creyentes en el Padre de todos, que es Aquel que «no hace acepción de personas» (Hch 10,34).

Pero, lamentablemente, no es tan difícil encontrarnos con situaciones así en nuestras comunidades de fe.

Nos sucede que vamos por el camino de nuestras prácticas religiosas, sin prestar atención a los que se encuentran al borde (no por su voluntad, ciertamente), como ocurre con tantos “Bartimeos” de todos los tiempos (Mt 26,11).

Ellos son empobrecidos por un sistema que no da oportunidades a los “de abajo”, reservándoselas casi en exclusiva a “los de arriba” (y a algún otro que logra, con mucho esfuerzo y sacrificio, saltar las barreras).

Pero nosotros, pese a sentirnos “mejores que otros”, no trabajamos para que esos hermanos desfavorecidos accedan a una vida en abundancia, como soñó nuestro Maestro.

Por eso, cuando ellos manifiestan su búsqueda del Señor, en sus tiempos (no en los que nosotros hemos decidido: misiones, campañas, etc.) y a su manera: a los gritos, los reprendemos para que se callen, porque la forma correcta, según nuestras prácticas tradicionales, es sólo con cantos y rezos, en los espacios y momentos asignados para esto.

Pero si logramos entender que su fe insistente («él gritaba más fuerte: “¡Hijo de David, ten piedad de mí!”») es querida por el Señor («Jesús se detuvo y dijo: “Llámenlo”»), generalmente, cuando otros hermanos más sensibles a los necesitados nos lo ponen en evidencia, generando acciones concretas de servicio, entonces, recién, somos acogedores: «¡Animo, levántate! Él te llama».


Entonces, si, finalmente, logramos convertirnos de nuestras actitudes semejantes a la discriminación y la exclusión de otros, podremos permitirle al Señor decir, utilizando nuestros labios: «¿Qué quieres que haga por ti?».

Y, al hacerlo por los pobres, los excluidos, los marginados, es a él a quien se lo hacemos, en primer término, según nos enseñó (Mt 25, 34ss). Pero, a la vez, nos sumamos a la corriente solidariamente humanizadora de quienes se ponen al servicio de quien esté en dificultades (esos sí que son los más grandes, según Mc 10,43), y como hicieron aquellos con los inmigrantes del norte.

También como lo han hecho millones, en nombre de Dios o de la humanidad (porque no debiese importar la motivación, sino el resultado) a lo largo de la historia y, debido a esto, han hecho del mundo un mejor lugar para todos.

 

Tantos Bartimeos que hay por nuestras calles, pasajes, avenidas y caminos, los que van poniendo a prueba la coherencia de quienes decimos creer en ti, Señor. Danos la claridad, la fe honesta y la capacidad para atenderlos con alegría y acogida. Así sea.

 

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, estar permanentemente atentos a descubrir a quienes se encuentran “al borde del camino”, para ayudarlos a integrarse al camino de dignidad que pertenece a todos,

Miguel.

 

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