miércoles, 7 de septiembre de 2022

Un Dios que acoge, cristianos que acogen

PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR

Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo

11 de Septiembre de 2022                                       

Domingo de la Vigésimo Cuarta Semana Durante el Año

 

Lecturas de la Misa:

Éxodo 32, 7-11. 13-14 / Salmo 50, 3-4. 12-13. 17.19 Iré a la casa de mi Padre / Timoteo 1, 12-17

 

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas     15, 1-10


    Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos».

    Jesús les dijo entonces esta parábola: «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido".

    Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».

    Y les dijo también: «Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido".

    Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte».

Palabra del Señor.

 

MEDITACIÓN                                                                                                             

Enseña el Maestro que «se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte» (Ev). Para llegar a esa conversión, ayuda primero reconocerse pecadores y luego orar: «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu» (Sal), confiando en que «es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores» (2L). Contamos con su auxilio, entonces, pero también el de los demás hermanos y ellos con el nuestro, cuando intercedemos unos por otros ante Dios, nuestro Padre común (1L).

No a las diferencias odiosas.

Ellos versus nosotros.

Esa clásica dicotomía ha traído demasiado dolor a nuestra humanidad históricamente.

De hecho, el domingo correspondiente a este evangelio nuestro país conmemora un nuevo aniversario del quiebre democrático al que llegamos exacerbando la intolerancia de unos por otros y que dio inicio, a su vez, a un largo periodo de chilenos caracterizados como amigos y enemigos, cuyos efectos se reflejan aún hoy, cuatro décadas después.

(Un paréntesis importante: otra muestra de esta diferenciación/discriminación es que unos “nosotros” critican a los “ellos” por no haber nacido para el Golpe Militar y manifestarse en contra de sus efectos. Sería como impedir a los que aún no nacíamos en los años 40 del siglo pasado a abominar de la barbarie nazi. O, más cercano a nosotros, que, quienes no vivimos en el primer siglo de nuestra era no tengamos derecho a apreciar, valorar o criticar lo que hizo Jesús en su tiempo).

Pues bien, en tiempos de Jesús “ellos” eran «los publicanos y pecadores», gente de mal vivir, que actuaban “como si no hubiera Dios”, y “nosotros”, «los fariseos y los escribas», personas que vivían siguiendo correctamente los mandatos divinos, por ejemplo.

Lo que ellos no lograban entender, pese a que Jesús se esforzaba por ayudarlos a hacerlo, era que, como diría en otro momento: «tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8,33), porque somos los humanos quienes, con demasiada facilidad etiquetamos a los que no piensan, sienten o actúan igual a nosotros. Y, por cierto, eso implica que “ellos” son de lo peor, ya que sólo “nosotros” estamos en lo correcto.

Dios nos libre de tan horrible soberbia. Más aún si es usando, precisamente, su nombre.

Esto, porque, como enseña el Maestro, ese Padre misericordioso que es a quien él ha venido a revelarnos, es, más bien, un Dios que acoge, que hace del “nosotros” un “todos”, para lo que es necesario que “ellos” sean siempre acogidos, sobre todo por quienes digan estar en sintonía con Él.

Él, su Padre, nuestro Dios, es alguien que «deja las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla. Y, cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”».

A mayor abundamiento, lo asimila a la mujer que tiene diez monedas valiosas «y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido”».

Ojalá pudiésemos comprender bien esto que era tan trascendental para nuestro Maestro, quien enseña que un hijo de Dios no es quien se pone en un peldaño superior a los demás, sino quien se hace prójimo del necesitado (Lc 10,29-37).

Y, no sólo eso, sino que iba más allá de las palabras y se acercaba concretamente a los “ellos”, al punto que se llegaba a decir de él: «Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19).

En consecuencia, la medida de la coherencia cristiana en este aspecto es que no corresponde hacer diferencias entre “ellos”, los malos, y “nosotros”, los supuestamente buenos. Por varios motivos:


Uno, que nadie, absolutamente nadie, es bueno. Ni él se consideraba de esa manera: «Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno» (Mc 10,18);

Dos, que si no nos damos cuenta de que efectivamente somos pecadores, nos auto-excluimos de la Salvación, por lo que el Señor no habría venido por nosotros, ya que él afirma: «Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17); y

Tres, que, si nos decimos cristianos, obviamente, hay que seguir las orientaciones de Cristo, para ser considerados entre sus cercanos: «Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando […] Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros» (Jn 15,14.17).

Todo esto para llenar de alegría el cielo y, por sobre todo, esta tierra que tanto lo necesita.

 

Señor, haz de nosotros instrumentos de tu acogida misericordiosa. Ayúdanos a impedir que nos gane la soberbia y los pensamientos de los hombres, aquellos que nos impulsan a poner a las personas en categorías, donde nosotros estamos por encima de otros. Todo tan distinto a lo que hacías y esperas de nosotros. Así sea.

 

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, descubrir el gozo de acoger y servir a nuestros hermanos, lo que se distancia radicalmente del estilo del mundo, más tendiente a la discriminación,

Miguel.

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