miércoles, 19 de octubre de 2022

Palabras que lamentablemente nos identifican

PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR

Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo

23 de Octubre de 2022                                             

Domingo de la Trigésima Semana Durante el Año

 

Lecturas de la Misa:

Eclesiástico 35, 12-14. 16-18 / Salmo 33, 2-3. 17-19. 23 El pobre invocó al Señor, y Él lo escuchó / II Timoteo 4, 6-8. 16-18

 

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas     18, 9-14


    Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
    Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas».
    En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!»
    Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se eleva será humillado y el que se humilla será elevado».

Palabra del Señor.

 

MEDITACIÓN                                                                                                             

Ya el antiguo libro del Eclesiástico hacía notar que Dios está del lado del pobre, indicando que Él «escucha la súplica del oprimido; no desoye la plegaria del huérfano, ni a la viuda, cuando expone su queja» (1L). Jesús hoy señala que su Padre se siente más cercano a los que se reconocen humildemente pecadores (Ev). Pablo, por su lado, recuerda que: «el Señor estuvo a mi lado, dándome fuerzas», ya en el final de su vida, y esto debido a que la dedicó a servir a los demás (2L). Podemos afirmar con certeza, entonces, que siempre «el Señor está cerca del que sufre y salva a los que están abatidos» (Sal). No nos perdamos esa gracia.

¡Cuánto nos conoce!

Todos habremos escuchado en ambientes cristianos, al reflexionar comunitariamente un texto de la Biblia, que uno o varios hermanos incluyen en su intervención la afirmación: “lo que el Señor nos quiere decir es…”

Lo hacen con buena voluntad, por cierto, y probablemente repitiendo palabras que han oído antes de otros. Pero, en serio, ¿no es demasiada soberbia pretender saber con certeza qué es lo que el Señor “nos quiere decir”?

Y, si somos honestos con nosotros mismos, muchos que no lo decimos así, probablemente, al realizar alguna labor pastoral (o estas mismas meditaciones…), tal vez en nuestro interior sentimos o damos la impresión de sentir que la nuestra es la interpretación “correcta” de los criterios y la voluntad de Dios.

Esto oculta la evidencia de que, en primer lugar, ningún texto de las Escrituras fue escrito para nosotros. “A no ponerse nerviosos”, como dice un divulgador bíblico cuando hace aseveraciones como esta, que contradicen enseñanzas que se nos han transmitido por mucho tiempo…

No, hermanos, el evangelio de Lucas, por ejemplo, no fue escrito para el siglo XXI ni para nadie de tu iglesia, tu congregación o tu comunidad. Fue, probablemente dirigido a un público no judío que quería conocer las enseñanzas de lo que hoy llamamos cristianismo, en una fecha al menos cuarenta años posterior a la muerte de Jesús.

Sin embargo, como las suyas son, para quienes creemos en él, «palabras de Vida eterna» (Jn 6,68), pese a no ser nosotros los destinatarios originales de sus enseñanzas, estas igual nos sirven para iluminar la forma de desarrollar nuestra existencia. Y lo seguirán haciendo.

Un ejemplo fuertemente claro de esto es el texto que se nos presenta este día.

¿O acaso podríamos afirmar con certeza que entre nosotros no hay, como había en su tiempo, «algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás»?

Incluso, si diésemos un paso más en sinceridad, tal vez podríamos reconocer en nosotros mismos algo de esa actitud, sobre todo si llevamos muchos años de participación en nuestra Iglesia…

Porque la experiencia demuestra que en toda congregación cristiana existen hermanos que tal vez no lo digan, pero que con sus gestos demuestran que se sienten superiores a otros con menos recorrido en la comunidad.

Lo triste de la actitud del fariseo es que le presenta a Dios lo supuestamente mucho que tiene: «no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas».

Con esa actitud parece sentirse lleno de todo, por lo que no le faltaría nada… ¿ni siquiera Dios?. En esa situación, el Padre Bueno, que no fuerza a nadie, no puede darle lo que parece no necesitar.

Por el contrario, el publicano tiene ante el Señor la actitud de quien sabe que sus méritos no son suyos realmente, pero sí sus malas acciones: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!».

A alguien así el Padre Misericordioso, quien no desprecia «el corazón contrito y humillado» (Sal 51,19), se sentirá impulsado a darle el consuelo que necesita, ya que su amor no pone requisitos ni se deja vencer por el pecado (Rm 5,8).


Ante todo esto, nos ayudaría reflexionar: ¿de qué podemos vanagloriarnos ante el Creador? Porque, si lo pensamos bien, cualquier cosa que hagamos de cierta utilidad será fruto de los dones con los que Él mismo nos ha dotado (1 Cor 12,7). Nadie es irreprochable, «sólo Dios es bueno» (Mc 10,18).

En cambio, cuando actuamos en contra de nuestra conciencia, cuando «no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7,11), eso sí somos nosotros: pecadores y para eso, para nosotros, vino el Señor: «No son los sanos que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan» (Lc 5,31-32).

Ojalá no nos ocurra aquello que alertamos como una actitud que puede identificarnos. O, si ya sucede, sepamos reconocerlo para empezar a sanar esas opciones que nos hacen mal y, además, dañan a otros, habitualmente más sencillos, como el publicano de la parábola.

Porque ya sabemos de qué lado se pone nuestro Señor.

 

Que nos gane la vergüenza para que podamos clamar “ten piedad de nosotros, Señor, porque somos pecadores”. Pero, peor aún, nos cuesta asumirlo y, en vez de eso, nos sentimos orgullosos, aumentándolo ante los ojos de los demás, de lo poco bueno que podemos hacer. Danos más humildad y ayúdanos a vencer nuestra soberbia. Así sea.

 

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, reconocer nuestras debilidades e infidelidades ante el Señor para poder acoger su caricia misericordiosa,

Miguel.

 

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