miércoles, 2 de noviembre de 2022

A Dios no se le muere nadie

PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR

Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo

6 de Noviembre de 2022                                          

Domingo de la Trigésimo Segunda Semana Durante el Año

 

Lecturas de la Misa:

Macabeos 6,1; 7, 1-2. 9-14 / Salmo 16, 1. 5-6. 8. 15 ¡Señor, al despertar, me saciaré de tu presencia! / II Tesalonicenses 2, 16—3, 5

 

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas     20, 27-38


    Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
    Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
    Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob". Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él».

Palabra del Señor.

 

MEDITACIÓN                                                                                                             

Nuestra fe nos dice que «Dios, nuestro Padre, […] nos amó y nos dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza» (2L), la cual es que «los muertos van a resucitar» (Ev), que nuestro Creador Todopoderoso, «el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna» (1L), de tal manera que, con confianza, le podamos decir al Señor: «por tu justicia, contemplaré tu rostro» (Sal). ¿Qué hacemos y qué haremos con la promesa de este maravilloso regalo?

Su Amor es más fuerte que la muerte y que todo.

El tema central de este evangelio es, por cierto, la resurrección. Y, lo que debiese importarnos más, la convicción de Jesús acerca de esta realidad.

Pero tal vez no se ha puesto suficiente atención en que nuestro Maestro proporciona un potente motivo para tener la certeza de que esto es así: a Dios no “se le muere” nadie (Rm 14,8).

Se lo explica así a los escépticos saduceos y a quienes entre nosotros dicen creer, pero flaquean en sus convicciones (lo que es sano que nos suceda a todos, pero eso es otro tema): en la tradición bíblica al Todopoderoso se lo conoce como «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob», que es como se presenta a sí mismo cuando se encuentra con Moisés (Ex 3,6).

Con eso nos invita a pensar que, pese a que aquellos patriarcas han muerto siglos antes, Dios sigue siendo su Dios, su amigo, su Padre. Porque la muerte no es capaz de destruir el amor y la fidelidad de Dios hacia ellos.

Jesús tiene la convicción de que «el Señor, tu Dios, es el verdadero Dios, el Dios fiel, que a lo largo de mil generaciones mantiene su alianza y su fidelidad» (Dt 7,9).

Esto es parte de «lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman» (1 Cor 2,9). Pero, ojo, esto es sin un sesgo exclusivista: “los que lo aman” son los que viven según su espíritu, lo conozcan o no. Es para todos sus hijos.

Por eso también encontramos en nuestra Biblia este pensamiento: «Tú amas todo lo que existe y no aborreces nada de lo que has hecho, porque si hubieras odiado algo, no lo habrías creado» (Sab 11,24).

Entonces, la conclusión obvia es que «Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él». Dios, que es fuente eterna de vida, no se deja arrebatar por la muerte, ni por nada, a sus hijos e hijas queridos.

Pues bien, como nos habremos enterado, hay personas muy sabias e inteligentes que afirman que el saber (lo dicen con esa certeza) que no existe otra vida le da un sentido único a lo que se hace y se siente mientras se pasa por esta.

Bien por ellos si encuentran plenitud en esa convicción.

Nosotros, que acogemos en el corazón y después tratamos de que guíen nuestros pasos las enseñanzas del Maestro nazareno, tenemos otra motivación para darle una perspectiva única e irrepetible a nuestra existencia: tenemos la fe, la esperanza confiada, en que la vida no termina con la muerte, sino que la trasciende, porque nadie se le muere al Padre Dios.

Es así que creemos que, una vez hayamos exhalado nuestro último aliento, seremos acogidos en los brazos amorosos del Padre todomisericordioso. Algunos le ponen pasos previos a eso. Cada quien con sus creencias. Pero lo que nos deja claro Jesús es que hay otra vida y en ella nos acogerá su Padre, nuestro Padre, que es el mejor de los Padres posible (Lc 11,13).

Con mejores palabras que las nuestras da razón de nuestra esperanza (1 Pe 3,15) Leonardo Boff: “La vida vence sobre la muerte, el sentido triunfa sobre el absurdo, donde abundó el pecado sobreabunda la gracia; el hombre no se encamina hacia una catástrofe biológica llamada muerte, sino hacia una realización plena del cuerpo-espíritu; el mundo no marcha hacia un fin dramático en una conflagración cósmica, sino hacia la consecución de su meta. Υ hacia la floración global de las semillas que germinan ya en él”.


Dice el apóstol algo que necesitamos escuchar los creyentes de todos los tiempos: «No queremos, hermanos, que vivan en la ignorancia acerca de los que ya han muerto, para que no estén tristes como los otros, que no tienen esperanza. Porque nosotros creemos que Jesús murió y resucitó: de la misma manera, Dios llevará con Jesús a los que murieron con él» (1 Tes 4,13-14).

Esa es nuestra fe, nuestra esperanza confiada, el impulso para nuestro amor aplicado a cada día de nuestras vidas: somos hijos de Dios y Él no nos abandonará nunca, ni siquiera cuando nuestros ojos físicos se cierren finalmente en este mundo: ninguno de nosotros muere definitivamente para Él.

 

Que no nos mueva, nuestro Dios, para quererte, el cielo que nos tienes prometido, ni nos mueva el infierno tan temido, después de nuestra muerte, sino que permitamos que sea el amor que ha sido derramado en nuestros corazones por tu Santo Espíritu, para que lo derramemos en tu nombre a todos los que nos rodean en esta vida, en preparación para la otra. Así sea.

 

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, confiar más y mejor en la promesa de Vida eterna una vez que nos encontremos con el abrazo misericordioso del Padre Bueno,

Miguel.

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