domingo, 9 de junio de 2013

EN NAÍM, RESURRECCIÓN DEL HIJO DE UNA VIUDA

Jesús, que iba hablando con los apóstoles, ve venir; en medio de un gran revuelo de plañideras y de otras manifestaciones orientales de este tipo, un cortejo fúnebre.
“¿Vamos a ver, Maestro?” dicen muchos.
“Bueno, vamos” dice Jesús condescendiendo.
“Debe ser un niño; ¡fíjate cuántas flores y cuántas cintas hay sobre el féretro!” dice Judas de Keriot a Juan. “O quizás una virgen” responde Juan.
 “No - dice Bartolomé -, sin duda es un muchachito joven, por los colores que han puesto; además faltan los mirtos...”.
El cortejo fúnebre ya está fuera de la ciudad. No es posible ver lo que hay en el féretro, que va en alto,
llevada a hombros; sólo por el relieve que hace, se intuye un cuerpo extendido, fajado, tapado con una sábana, y se comprende que es un cuerpo que ya ha alcanzado su completo desarrollo, porque ocupa toda la largura del féretro.
A su lado, una mujer velada, ayudada por parientes o amigas, camina llorando: es el único llanto sincero en toda esa comedia de plañideras. Y si uno de los que llevan las andas tropieza con una piedra, o hay un agujero o una pequeña elevación del suelo, de forma que el féretro sufre una violenta oscilación, la madre gime: “¡No, no, despacio; mi niño ha sufrido mucho!” y levanta una de sus temblorosas manos y acaricia el borde del féretro - más no puede -, y, no pudiendo efectivamente más, besa los ondeantes velos y las cintas que el viento a veces agita, y que acarician la forma inmóvil.
“Es la madre” dice Pedro, compungido y con un brillo de llanto en sus ojos sagaces y buenos.
Pero no es el único que tiene bañados los ojos por esa congoja: al Zelote, a Andrés, a Juan y hasta a Tomás, que siempre está alegre, les brillan los ojos.
Todos, todos están conmovidos.
Judas Iscariote dice en voz baja: “¡Si fuera yo... pobrecilla mi madre...!”.
Jesús, con una dulzura en sus ojos tan profunda que se hace irresistible, se dirige hacia el féretro.
La madre, sollozando ahora más intensamente porque el cortejo se prepara a girar en dirección al sepulcro abierto, en su delirio -¡quién sabe de qué tiene miedo! - aparta con violencia a Jesús al ver que hace ademán de tocar el féretro, y grita: “¡Es mío!” y mira a Jesús con ojos de loca.
“Ya sé que es tuyo, madre”.
“¡Es mi único hijo! ¿Por qué le ha tenido que llegar la muerte?; ¿por qué a él, que era bueno, que era encantador, que era la alegría de esta viuda? ¿Por qué?”.
La comparsa de las plañideras aumenta su pagado llanto para hacer coro a la madre, que continúa: “¿Por qué él y no yo? No es justo que quien ha dado la vida vea perecer al fruto de su vientre. El fruto debe vivir, porque, si no, ¿qué sentido tiene el que estas entrañas se desgarren para dar a luz a un hombre?” y, violenta y desesperada, se golpea el vientre.
“¡No, así no! ¡No llores, madre!”. Jesús le coge las manos, se las aprieta fuertemente, se las sujeta con su mano izquierda mientras con la derecha toca el féretro, y dice a los que la llevan: “Deteneos. Poned en el suelo el féretro”.
Los hombres obedecen y bajan la camilla, que queda apoyada en el suelo sobre sus cuatro patas.
Jesús coge la sábana que cubre al muerto y la echa hacia atrás, quedando así descubierto el cadáver. La madre grita su dolor, creo que con el nombre de su hijo: “¡Daniel!”.
Jesús sigue teniendo en su mano las manos maternas. Se yergue, imponente con su mirada centelleante - en su rostro, la expresión de los milagros más poderosos - y baja la mano derecha mientras dice con toda la fuerza de su voz: “¡Muchacho, Yo te lo digo: álzate!”.
El muerto, así como está, todavía fajado, se incorpora en la camilla y llama a su madre:”¡Mamá!”. La llama con la voz balbuciente y llena de miedo propia de un niño aterrorizado.”Es tuyo, mujer. Te le restituyo en nombre de Dios. Ayúdale a liberarse del sudario. Sed felices”.
Jesús hace ademán de retirarse. ¡Ya, ya!... La muchedumbre le inmoviliza junto a el féretro. La madre está literalmente volcada hacia la camilla, forcejeando entre las vendas para tardar lo menos posible, ¡lo menos posible!, mientras el lamento infantil, implorante, se repite: “¡Mamá! ¡Mamá!”.
Desenmarañado el sudario y las vendas, madre e hijo se pueden abrazar, y lo hacen sin tener en cuenta los bálsamos pegajosos. La madre quita del amado rostro y las amadas manos, con las mismas vendas, esos bálsamos, y luego, no teniendo con qué vestirle de nuevo, se quita el manto y con él le envuelve; y todo sirve para acariciarle...
Jesús la mira, observa este grupo de amor abrazado al lado de los bordes del féretro, que ahora ya no es fúnebre... y llora.
Judas Iscariote ve este llanto y pregunta: “¿Por qué lloras, Señor?”.
Jesús vuelve su rostro hacia él y dice: “Pienso en mi Madre...”.
El breve coloquio llama de nuevo la atención de la mujer hacia su Benefactor. Coge a su hijo de la mano, sujetándole, porque es como que tuviera todavía entumecidos los miembros, y, arrodillándose, dice: “Tú también, hijo mío, bendice a este Santo que te ha devuelto a la vida y a tu madre” y se inclina para besar la túnica de Jesús.
Mientras, la muchedumbre alaba jubilosa a Dios y a su Mesías. Le conocen como tal porque los apóstoles y los habitantes de Endor se han encargado de decir quién es el que ha obrado el milagro.
El gentío prorrumpe en alabanzas: “¡Bendito sea el Dios de Israel! ¡Bendito sea el Mesías, su Enviado! ¡Bendito sea Jesús, Hijo de David! ¡Un gran Profeta se ha alzado en medio de nosotros! ¡Verdaderamente Dios ha visitado a su pueblo! ¡Aleluya!¡Aleluya!”.


María Valtorta, El Poema de El Hombre-Dios (fragm.)

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