«Había un hombre rico que se vestía de
púrpura y lino finísimo
y cada día hacía espléndidos banquetes.
A su puerta, cubierto de llagas, yacía
un pobre llamado Lázaro» (Lc 16, 19-20)
Idólatras del
dinero,
de la púrpura, del
lino,
reos del poder, del
éxito,
llenos de humano
egoísmo,
marginamos los
tormentos
que sufren los
oprimidos,
los habitantes del
miedo,
los hambrientos, los
mendigos,
los aislados, los
enfermos,
los ancianos y los
niños.
Olvidamos que a la
puerta
nos espera el
Infinito,
invoca a nuestra
conciencia
con sangre de amor
cautivo,
suplica el pan de la
tierra
para ser Cuerpo de
Cristo.
Le cerramos la
cancela
que da acceso a lo
más íntimo
para que se quede
afuera,
para no escuchar sus
gritos.
Decimos, con osadía:
¡Resucita a un
muerto, Cristo!,
atiende esta
rogativa
y seremos tus
discípulos.
Cristo al muerto
resucita,
camina fuera del
nicho,
vuelven también a la
vida
millones que son
testigos
de la paz y la
alegría
que reina en el
paraíso.
Ya hemos visto en
esta tierra
a los muertos
revividos,
ya Moisés y los
Profetas
nos habían
advertido:
Si deseáis paz
perpetua
abrazad al enemigo,
repartid vuestra
riqueza,
llevad la voz del
bautismo
y con quién llame a
la puerta
compartid el pan y
el vino.
E idólatras del
dinero,
de la púrpura, del
lino,
reos del poder, del
éxito,
llenos de humano
egoísmo,
nos exiliamos de un
cielo
que declaramos
ficticio,
y cuando llega el
momento
del paso definitivo
pedimos que en el
infierno
nos rediman del
martirio.
¡Pero de la luz
eterna
nos separa un gran
abismo!
Emma-Margarita R. A.-Valdés
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