PREPAREMOS
EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
9 de Octubre de 2016
Domingo de la Vigésimo Octava Semana Durante el Año
Lecturas:
II Reyes 5, 10. 14-17 / Salmo 97, 1-4 El Señor manifestó su victoria / II Timoteo 2, 8-13
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 17, 11-19
Mientras se
dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en
un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a
distancia y empezaron a gritarle: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»
Al verlos, Jesús
les dijo: «Vayan a presentarse a los sacerdotes». Y en el camino quedaron
purificados.
Uno de ellos, al
comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se
arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un
samaritano.
Jesús le dijo
entonces: «¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde
están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?» Y agregó:
«Levántate y vete, tu fe te ha salvado».
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
Para que de verdad «aclame al Señor toda
la tierra» (Sal), debemos tener presente que la
identificación del o de la discípulo/a con Jesús se produce porque «si hemos
muerto con Él, viviremos con Él» (2L), y eso permite que nuestro accionar
compasivo actualice la misericordia de Dios con todo aquel que vive la
marginación y el sufrimiento -simbolizados en la lepra- sin importar si es de
“los nuestros” o no (Ev y 1L).
Así como
hemos dicho en otras oportunidades que la auténtica fe en Jesús tiene mucho
menos que ver con prácticas religiosas que con mejorar el trato con los demás,
este día, podríamos sentirnos invitados a revisar la forma cómo vivimos la otra
cara de la medalla de esa fe: la de nuestra relación con nuestro Dios.
Una
característica muy marcada de ella sería que todos le pedimos, pero pocos le
agradecemos…
La razón es
posible encontrarla en la historia que nos presenta el texto de este día:
después de esta intervención poderosa y dignificadora del Señor en la vida de
estas diez personas (les sana y, con ello, los devuelve a la vida en sociedad),
sólo uno «volvió
atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro
en tierra, dándole gracias». Probablemente, por ser samaritano,
era el único que no se sentía “merecedor” de su misericordia.
Claro,
pues, por el contrario, los otros nueve eran judíos, y eso significa que es
posible que sintiesen como una “obligación” de Dios, como protector de su
pueblo, el tener que ayudarles en su aflicción.
Sin
embargo, no debemos olvidar que «todo depende no del querer o del esfuerzo del
hombre, sino de la misericordia de Dios» (Rm 9,16) y Él, porque así lo ha decidido, la expresa
de tal manera que «no hace acepción de personas» (Rm 2,11; Dt 10,17), de tal manera que «hace salir su
sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (Mt 5,45).
Todo lo
anterior significa que nadie merece nada de su parte y que en Él todo es
entrega gratuita.
La imagen
más fiel suya entre nosotros (cf Col 1,15) fue «Jesús,
Maestro»
nuestro, quien siempre
actuó de manera similar, sin rechazar nunca a nadie que se acercara a solicitar
las manifestaciones de su ternura activa (cf Jn 6,37); por eso vemos que le es imposible ser indiferente
ante personas que le claman: «ten
compasión de nosotros».
Hoy nos
corresponde a nosotros, que nos decimos cristianos (=otros Cristos en nuestro
tiempo y lugar), asemejarnos, cada vez más y cada vez mejor, a nuestro modelo,
para que “a nadie le falte Dios”, como es su voluntad.
Y cuando
ocurra que nos toque ser beneficiarios de su misericordia infinita, la que
llegará por medio de aquellos que Él haya inspirado en su momento para aliviar
nuestros padecimientos, ojalá no dejemos de ser agradecidos, teniendo presente
que la forma más efectiva para esto siempre será realizar acciones que hagan un
bien a los otros hijos de nuestro Padre bondadoso, que son nuestros hermanos,
con especial ocupación y cariño por aquellos más débiles y que
padecen necesidades.
Esa respuesta
a su generosidad logrará que también a nosotros nuestra fe nos haya salvado,
como al personaje del evangelio. ¿Salvarnos de qué? De esa marea egoísta y
autosuficiente que ahoga a nuestra humanidad, impidiéndole desarrollar las
hermosas potencialidades que el Creador puso en nosotros.
Que abramos el corazón al reconocimiento por
tus muchos dones, Señor, y que también abramos los ojos para ver en quiénes
mostraremos esa gratitud. Así sea.
Aprendiendo con mucha Paz,
Amor y Alegría en el corazón a ser agradecido con el Padre manifestándolo en
sus hijos,
Miguel
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