miércoles, 7 de febrero de 2018

Primero, la persona humana



PREPAREMOS EL PROXIMO DÍA DEL SEÑOR
11 de Febrero de 2018
Domingo de la Sexta Semana Durante el Año

Lecturas:
Levítico 13, 1-2. 45-46 / Salmo 31, 1-2. 5. 11 ¡Me alegras con tu salvación, Señor! / I Corintios 10, 31—11, 1

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos  1, 40-45
       Se le acercó un leproso a Jesús para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: «Si quieres, puedes purificarme». Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: «Lo quiero, queda purificado». En seguida la lepra desapareció y quedó purificado.
    Jesús lo despidió, advirtiéndole severamente: «No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio».
    Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a Él de todas partes.
Palabra del Señor.

MEDITACIÓN                                                                                                             
La lepra, más que otras enfermedades, hacían que quien la padeciera «Por ser impuro, vivirá apartado y su morada estará fuera del campamento» (1L), es decir, además de sufrir sus desagradables síntomas, acarreaba aislamiento. Por eso, el leproso, de rodillas clama esperanzado: «Si quieres, puedes purificarme» (Ev). Y, al conseguirlo, vive de manera semejante a aquel «¡Feliz el que ha sido absuelto de su pecado y liberado de su falta!» (Sal). Hoy hay nuevas “lepras” que también provocan que haya marginados en nuestro tiempo y nosotros somos los llamados a purificarlas por amor, siguiendo el consejo de Pablo: «háganlo todo para la gloria de Dios» (2L).
Ni prejuicios ni normas.
Hace algunas décadas en Chile se creía popularmente que no éramos un país racista, porque aquí “no había negros”, probablemente asimilando ese prejuicio con los que exhibía el cine y la TV estadounidense. Sin embargo, hacíamos caso omiso al desprecio a los integrantes de los pueblos originarios y a algunos hermanos de países vecinos (el cual no ha disminuido; más aún, parece haber aumentado, de acuerdo a estudios recientes).
En estos tiempos, en que, debido a la masiva llegada de inmigrantes al país, sí hay (y bastantes) personas con esa pigmentación de piel, se escucha y se ve más claramente el racismo y la xenofobia.
No vamos a repetir los comentarios insultantes e ignorantes que se transmiten desde conversaciones particulares hasta en los medios de comunicación, todos los hemos presenciado.
Debido a lo anterior, podrían ser considerados, en muchos casos, los leprosos de nuestra época: así como nadie elige contraer esa enfermedad, quienes han llegado nuestra patria para establecerse, no han tenido demasiadas otras opciones… o no vendrían, por ejemplo, desde sus calurosas naciones a sufrir los fríos de nuestros inviernos y nuestra peor falta de hospitalidad, sumada al desconocimiento del idioma, en algunos casos, y a los abusos que, de a poco, se van conociendo que sufren por parte de quienes aprovechan su precariedad.
Lo triste es que los cristianos, en general, no estamos exentos de esos mismos prejuicios y acciones.
Pues bien, en la cultura en que vivía Jesús, toda enfermedad se consideraba un castigo divino, una consecuencia del pecado de la persona enferma, o, incluso, de alguien de su familia (cf Jn 9,2).
Por su lado, la lepra, era una enfermedad muy común, pero que, al no contar con los avances de la medicina actual, añadía a su carácter de incurable, el que era muy contagiosa. Como si fuera poco, era desagradable de ver, ya que provocaba la descomposición progresiva del cuerpo de la persona. Esto significa que quien la padecía estaba expuesto a múltiples motivos de vergüenza y exclusión social.
El sacerdote, por su parte, según la ley, era la autoridad para declarar “impura” a la persona (y certificar que se había curado, también, por eso el Maestro envía al sanado con él). En caso de diagnosticarle la enfermedad, el afectado debía salir del pueblo, a la soledad, gritando por los caminos: “¡impuro, impuro!”, para que no se le acercasen las personas sanas.
Podemos imaginar, entonces, lo desesperadamente triste que era encontrarse en esa condición. Tanto, que, pese a las prohibiciones, con sus probables castigos, el pobre hombre se atrevió a acercarse a Jesús.
Lo cual demuestra dos cosas:

Ya se había difundido el estilo misericordioso del Nazareno: se sabía que él no se sumaba a quienes creían en un Dios castigador, tampoco andaba por la vida juzgando a los demás por sus supuestos pecados, ni, mucho menos, temía “mancharse” si alguien lo necesitaba: «si quieres, puedes limpiarme»;
Y, en segundo lugar, de parte de Jesús, observamos que él, ante el dolor de sus hermanos de humanidad, no se dejará guiar por las costumbres o las normas, por “sagradas” que se presenten: porque, primero está la persona humana (cf. Mc 2,27). Por eso, «conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado”»
Sólo queda preguntarnos, volviendo a nuestro tema del comienzo, nosotros, que nos decimos seguidores suyos, ¿también ponemos a la persona primero, por sobre prejuicios, normas o lo que sea que dicten las costumbres humanas, las que, como sabemos, suelen estar muy lejos del estilo, la prédica y la acción de nuestro Maestro (cf. Stg 2,1)?

Que podamos ser tan libres, desde el Evangelio, para desprendernos de temores, normas inhumanas y recelos absurdos, de tal manera de poner al ser humano -de dónde provenga y como sea-, en primer lugar, como hacías tú, Señor. Así sea.

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, entender las consecuencias que tiene decir que Dios es Padre Nuestro: todos somos hermanos y debemos tratarnos como tales,
Miguel

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