miércoles, 28 de febrero de 2018

Purificando la fe



PREPAREMOS EL PROXIMO DÍA DEL SEÑOR
4 de Marzo de 2018
Domingo de la Tercera Semana de Cuaresma

Lecturas:
Éxodo 20, 1-17 / Salmo 18, 8-11 Señor, Tú tienes palabras de Vida eterna / I Corintios 1, 22-25

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan  2, 13-25
    Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas. Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio.»
    Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura: El celo por tu Casa me consumirá.
    Entonces los judíos le preguntaron: «¿Qué signo nos das para obrar así?»
    Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar.»
    Los judíos le dijeron: «Han sido necesarios cuarenta y seis años para construir este Templo, ¿y Tú lo vas a levantar en tres días?»
    Pero Él se refería al templo de su cuerpo.
    Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado.
    Mientras estaba en Jerusalén, durante la fiesta de Pascua, muchos creyeron en su Nombre al ver los signos que realizaba. Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba que lo informaran acerca de nadie: Él sabía lo que hay en el interior del hombre.
Palabra del Señor.

MEDITACIÓN                                                                                                             
El Templo de Dios es el cuerpo de Jesús (Ev) y también cada ser humano (cf. 1 Cor 3,16), si nos cuesta creerlo, nos recuerda el Apóstol que «la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres» (2L). Entonces, como «los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos» (Sal) y Él nos ha mandado amarlo en el prójimo (cf. Mt 22,37-40), y, además, nos recuerda: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de […] un lugar de esclavitud» (1L), espera de nosotros también ayudar a liberarse a los hombres y mujeres del mundo de las esclavitudes que les impiden vivir con la dignidad que merece el lugar sagrado de Dios, que es el ser humano mismo.
Menos estructuras, más fidelidad.
Toda agrupación humana –también aquellas formadas por personas unidas por una fe- tiende a institucionalizarse. En aquel caso, pasan de comunidades a religiones y, más estructuradas todavía, llegan a ser Iglesias.
Tomemos como ejemplo la propia fe desde la que proviene Jesús. ¿Cómo es que el Pueblo de la Promesa, aquél cuyo origen fue el Padre de la Fe, Abraham, un pastor que alguna vez oyó al Dios único y se decidió a seguir los pasos que éste le inspiraba, llegó a transformarse en una religión con normas y estructuras agobiantes como en otro momento el Maestro denuncia (Mt 23,4)?
Ocurrió que, luego de algunas generaciones, la familia del Patriarca, comenzando por su hijo Isaac, había crecido hasta ser muchas tribus y éstas, por los avatares del destino, terminaron esclavizadas masivamente en otro país, desde el cual, el Creador, “acordándose de su palabra” (Ex 2,24), los rescató, evento que se transformó en la principal celebración de su culto: la Pascua.
Pero el favor de Dios no se limitó a esto, ya que, luego de ayudarlos a huir de Egipto, guió a su pueblo hasta la tierra donde mana leche y miel (Ex 3,8), en un largo viaje por el desierto, durante el cual, previo a su ingreso a la Tierra Prometida, fue dándole normas para que aprendiesen a comportarse como hermanos, las que fueron el germen de sus Escrituras Sagradas.
La fiesta de la Pascua y la Ley dictada por Moisés fueron creciendo con el paso del tiempo, añadiéndosele nuevas tradiciones, hasta llegar a ser lo que conocemos hoy como el judaísmo, el cual, en tiempos de Jesús, tenía como centro el Templo de Jerusalén.
Esta edificación, destruida y reconstruida varias veces, debido a los avatares históricos de esa tierra, era considerada el lugar más sagrado de la tierra, porque en él “habitaba” el Dios Vivo.
Sin embargo, como solemos hacer los humanos, este crecimiento de la fe original significó la multiplicación de normas, ritos y costumbres, las que, según interpretaciones de las autoridades religiosas –y, normalmente, para aumentar su poder y privilegios-, eran necesarias, pero iban significando una progresiva recarga de manera insoportable en las espaldas, especialmente, de los creyentes más humildes.
Ya hacía mucho tiempo que, entre aquellas disposiciones para el culto a Dios, se había decretado el sacrificio de animales en el templo, así como hacían otras religiones de la época. Muchos fieles recorrían el país y hasta venían de las naciones vecinas para cumplir con los ritos de su religión, pero les era muy complejo hacer el trayecto con bueyes, ovejas o palomas o, simplemente, les era más cómodo comprarlas ahí. Aquello fue el germen del negocio de venta de animales tolerado y, a veces, utilizado como fuente de ingresos por los sacerdotes.
Pero, además, las colectas y pagos que debía recibir ese santo lugar no podían provenir de lugares paganos, por lo que todos debían cambiar sus monedas por las del Templo: por eso había cambistas de monedas. Otra comercialización obligatoria de la que sacaban provecho monopólico quienes estaban para servir a los hombres como puentes hacia Dios…
La transformación de la Casa del Padre en «una casa de comercio», donde quien tenía más recursos, accedía a mejores ofrendas, con la secreta esperanza de conseguir un trato privilegiado por parte de Dios, era una profanación al plan original del Creador de hacernos a todos iguales y darnos a todos la posibilidad de disfrutar de lo que la tierra produjese (Gn 1,27-30; cf. Mt 19,8).
Para poder volver al sentido querido por Dios al principio, entonces, era necesario “destruir el Templo”, es decir, demoler las tradiciones que se fueron alejando y, a la vez, alejaban a las personas del Señor, para reemplazarlo por el templo vivo que es cada ser humano (1 Cor 6,19), el cual, posteriormente llegaría a ser derribado por los mismos que habían pervertido la fe en el Señor de los Cielos, en la persona de su Hijo.

Pero ellos no se quedarían con la victoria, ni con la razón, sino que, más bien quien quería que se acabase la era de los templos, para que se pudiese adorar en espíritu y en verdad (Jn 4,21-23), y quien, con el poder confirmador de su misión que le da Dios, cumplió su palabra acerca de que «al templo de su cuerpo […]en tres días lo volveré a levantar”»
Símbolo de todo esto es la purificación que realiza Jesús látigo en mano, al expulsar a los agentes de la corrupción, “autorizado” por el celo que sentía por la Casa de Dios, como obró toda su vida.
Ahora corresponde preguntarnos: por nuestra parte, ¿dejamos que la fe desnuda en Jesús se recargue con tanto “ropaje” que, finalmente, no sepamos qué estamos haciendo o qué relación tienen nuestras acciones con el mensaje liberador del Maestro de Nazaret?
No sólo hoy, sino siempre debiésemos estar preguntándonos esto, ya que, como los judíos en su tiempo, podemos perder el camino tan de a poco que no nos alcancemos a dar cuenta, hasta que ya sea tarde…

Que nos atrevamos y podamos mantener la esencia de la fe, dejándonos guiar por la Palabra limpia de Jesús, evitando agregarle normas y prácticas que terminan confundiéndola, confundiéndonos y confundiendo a otros. Así sea.

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, volver siempre a las fuentes de la fe, creciendo en fidelidad a la Palabra y, sobre todo, a la persona de Jesús,
Miguel

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