PREPAREMOS
EL PROXIMO DÍA DEL SEÑOR
25 de Febrero de 2018
Domingo de la Segunda Semana de Cuaresma
Lecturas:
Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18 / Salmo 115, 10. 15-19
Caminaré
en presencia del Señor / II Romanos 8,
31-34
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Marcos
9, 2-10
Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un
monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se
volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría
blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres
carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Pedro no sabía qué
decir, porque estaban llenos de temor.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz:
«Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo.»
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo
con ellos.
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían
visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos
cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre
los muertos.»
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
El creyente puede sentir confiado: «Si Dios está con nosotros,
¿quién estará contra nosotros?» (2L), porque su
promesa es «te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como
las estrellas del cielo» (1L), entonces, nace responderle «Yo, Señor,
soy tu servidor» (Sal). Y para que no tengamos dudas acerca de cuál
es Su Voluntad para nuestra vida, Él nos indica a Jesús y nos dice: «Este es
mi Hijo muy querido, escúchenlo» (Ev).
Contra la muerte y por la Vida.
Les invitamos a aprovechar de meditar esta
vez en la frase final de este evangelio: «Ellos (los discípulos) se preguntaban qué significaría “resucitar
de entre los muertos”»
Estamos ya adentrándonos en la Cuaresma,
tiempo de preparación, en el cual se va alimentando la fe, para llegar en mejor
forma a la celebración central del cristianismo: la Pasión, Muerte y
Resurrección del Señor.
Sin embargo, hoy, igual que entonces, también
debe haber –y, de hecho, está comprobado que los hay- creyentes que se preguntan
qué significa la resurrección. ¿Qué tiene que ver esta con sus vidas cotidianas?
Basta comparar la explosión de Espíritu
Santo, con conversiones llenas de solidaridad alegre y comunitaria (Hch 2,44-46) que provocaba el anuncio de la Resurrección al comienzo y la casi
impasibilidad con que acogemos y anunciamos ese hecho maravilloso en nuestro
tiempo.
Hemos olvidado que, con el concepto de
resurrección, se quiso expresar la idea de que la muerte de Jesús no fue el
final; su vida no terminó con la muerte: su vida terminó en más vida, en la
Vida en abundancia (Jn 10,10). La misma Vida de Dios. Tal como dice él en otro momento: «yo, que he
sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre» (Jn 6,57).
Y lo más hermoso para los humildes, que eran
la inmensa mayoría entre los primeros discípulos -igual como lo son en nuestro
tiempo-, era que si Dios resucitó al castigado por los poderosos -los mismos
que los hacían sufrir a ellos también-, quería decir que ellos y todos los
pequeños, no estaban solos, pues el Señor se encontraba -y se sigue encontrando-
al lado de los que sufren: «El Señor dijo: “Yo he visto la opresión de mi
pueblo […] y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí,
conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo…» (Ex 3,7-8)
Esto explica que para los cristianos el día
sagrado ya no fue el Sábado, es decir, ya no el día en que el Creador descansó,
sino "el día en que actuó el Señor", el día del Domine, ahora
Domingo, porque la acción liberadora de Dios en este día fue mucho más
significativa y eso merecía celebrarse.
Hoy, debemos constatar que la Resurrección no
nos inspira, no nos impulsa, no nos motiva. No como debiese, al menos.
Y eso pese a que, si hay una única certeza
firme en nuestra vida es que esta se apagará alguna vez: todos, antes o
después, vamos a morir. Y esa idea nos produce pavor.
Añadamos que otra certeza que debiésemos
tener -ésta surgida de la experiencia- es que, lamentablemente, si bien todos
nacen, no todos viven, en el sentido de que tengan la posibilidad de aprovechar
plenamente el regalo de la existencia que nos dio nuestro Padre Dios. Y esto
tiene múltiples motivos, pero el principal es el egoísmo de unos que tienen, y
siempre quieren tener más que lo que necesitan, quitándole la posibilidad de un
desarrollo digno a la mayoría.
“Son muchas las causas de esta situación de
injusticia, pero en la raíz de todas se encuentra el pecado, tanto en su
aspecto personal como en las estructuras mismas”, afirmaron proféticamente los
obispos latinoamericanos (Puebla N° 1258, año 1979).
Esa vida de menos calidad es una suma de otros
tipos de muertes.
Por todo lo anterior, y ya en medio de la
Cuaresma, sería bueno que comprendiésemos que «este es el tiempo
favorable» (2
Cor 6,2) para reconocer que nuestro Dios, que «es
bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en fidelidad» (Jl 2,13), nos ha demostrado con la resurrección de Jesús que sí se puede vencer
a la terrorífica Muerte y con la vida de su Hijo, también a todas las dañinas otras
muertes.
A sus seguidores nos corresponde obedecer a
la voz del Cielo y “escuchar” lo que la vida terrena y la derrota de la muerte
por parte de Jesús tienen para enseñarnos a cambiar en nuestra propia
existencia: ¿nuestro aporte será para dar más vida o más muerte?
Porque, si se pudo para el Maestro lo primero:
resucitar su carne mortal; se puede para todos sus hijos amados, «Porque Dios
no nos destinó para la ira, sino para adquirir la salvación por nuestro Señor
Jesucristo, que murió por nosotros, a fin de que, velando o durmiendo, vivamos
unidos a él» (1 Tes 5,9-10).
Y, por su parte, de la vida de Jesús aprendemos,
a la vez, que, si pudo él, con sus acciones, opciones y palabras, es posible
también para nosotros vencer a las muertes de cada día, para ser favorecidos de
la misma manera que él (Rm 6,5).
Entonces, la resurrección nos enseñaría que
la muerte no es el temido final del camino, para acobardarnos y paralizarnos
ante el dolor y las injusticias, sino una frontera que se traspasa para llegar
al lugar sin penas ni dolor, aquí y en el más allá: «Él libró mi vida de la
muerte, mis ojos de las lágrimas y mis pies de la caída. Yo caminaré en la
presencia del Señor, en la tierra de los vivientes» (Sal 116,8-9)
Podemos entenderla de otra manera, por
cierto, pero si la fe no tiene que ver con la vida de todos los días –o si, en
otras palabras, se la “espiritualiza” demasiado- pierde toda su fuerza liberadora
y, claro, no hay nada alegre ni bello que anunciar junto a la Resurrección: no
sería Buena Noticia.
Y eso explicaría la casi indiferencia que
provoca su anuncio en nuestro tiempo.
Que queramos y podamos intentar, cada vez más
y cada vez mejor, vivir como hijos de la Resurrección: libres y libertadores de
todas las amarras que pretenden imponer la Muerte y “las muertes” a nuestro
mundo. Así sea.
Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, ser,
mediante nuestras palabras y nuestras acciones, testigos y anunciadores de
Resurrección, es decir, de Vida plena para todos,
Miguel
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