miércoles, 21 de febrero de 2018

Sobre la Resurrección



PREPAREMOS EL PROXIMO DÍA DEL SEÑOR
25 de Febrero de 2018
Domingo de la Segunda Semana de Cuaresma

Lecturas:
Génesis 22, 1-2. 9-13. 15-18 / Salmo 115, 10. 15-19 Caminaré en presencia del Señor / II Romanos 8, 31-34

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos  9, 2-10
Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo.»
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.
Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos.»
Palabra del Señor.

MEDITACIÓN                                                                                                             
El creyente puede sentir confiado: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (2L), porque su promesa es «te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo» (1L), entonces, nace responderle «Yo, Señor, soy tu servidor» (Sal). Y para que no tengamos dudas acerca de cuál es Su Voluntad para nuestra vida, Él nos indica a Jesús y nos dice: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo» (Ev).
Contra la muerte y por la Vida.
Les invitamos a aprovechar de meditar esta vez en la frase final de este evangelio: «Ellos (los discípulos) se preguntaban qué significaría “resucitar de entre los muertos”»
Estamos ya adentrándonos en la Cuaresma, tiempo de preparación, en el cual se va alimentando la fe, para llegar en mejor forma a la celebración central del cristianismo: la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.
Sin embargo, hoy, igual que entonces, también debe haber –y, de hecho, está comprobado que los hay- creyentes que se preguntan qué significa la resurrección. ¿Qué tiene que ver esta con sus vidas cotidianas?
Basta comparar la explosión de Espíritu Santo, con conversiones llenas de solidaridad alegre y comunitaria (Hch 2,44-46) que provocaba el anuncio de la Resurrección al comienzo y la casi impasibilidad con que acogemos y anunciamos ese hecho maravilloso en nuestro tiempo.
Hemos olvidado que, con el concepto de resurrección, se quiso expresar la idea de que la muerte de Jesús no fue el final; su vida no terminó con la muerte: su vida terminó en más vida, en la Vida en abundancia (Jn 10,10). La misma Vida de Dios. Tal como dice él en otro momento: «yo, que he sido enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre» (Jn 6,57).
Y lo más hermoso para los humildes, que eran la inmensa mayoría entre los primeros discípulos -igual como lo son en nuestro tiempo-, era que si Dios resucitó al castigado por los poderosos -los mismos que los hacían sufrir a ellos también-, quería decir que ellos y todos los pequeños, no estaban solos, pues el Señor se encontraba -y se sigue encontrando- al lado de los que sufren: «El Señor dijo: “Yo he visto la opresión de mi pueblo […] y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo…» (Ex 3,7-8)
Esto explica que para los cristianos el día sagrado ya no fue el Sábado, es decir, ya no el día en que el Creador descansó, sino "el día en que actuó el Señor", el día del Domine, ahora Domingo, porque la acción liberadora de Dios en este día fue mucho más significativa y eso merecía celebrarse.
Hoy, debemos constatar que la Resurrección no nos inspira, no nos impulsa, no nos motiva. No como debiese, al menos.
Y eso pese a que, si hay una única certeza firme en nuestra vida es que esta se apagará alguna vez: todos, antes o después, vamos a morir. Y esa idea nos produce pavor.
Añadamos que otra certeza que debiésemos tener -ésta surgida de la experiencia- es que, lamentablemente, si bien todos nacen, no todos viven, en el sentido de que tengan la posibilidad de aprovechar plenamente el regalo de la existencia que nos dio nuestro Padre Dios. Y esto tiene múltiples motivos, pero el principal es el egoísmo de unos que tienen, y siempre quieren tener más que lo que necesitan, quitándole la posibilidad de un desarrollo digno a la mayoría.
“Son muchas las causas de esta situación de injusticia, pero en la raíz de todas se encuentra el pecado, tanto en su aspecto personal como en las estructuras mismas”, afirmaron proféticamente los obispos latinoamericanos (Puebla N° 1258, año 1979).
Esa vida de menos calidad es una suma de otros tipos de muertes.
Por todo lo anterior, y ya en medio de la Cuaresma, sería bueno que comprendiésemos que «este es el tiempo favorable» (2 Cor 6,2) para reconocer que nuestro Dios, que «es bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en fidelidad» (Jl 2,13), nos ha demostrado con la resurrección de Jesús que sí se puede vencer a la terrorífica Muerte y con la vida de su Hijo, también a todas las dañinas otras muertes.
A sus seguidores nos corresponde obedecer a la voz del Cielo y “escuchar” lo que la vida terrena y la derrota de la muerte por parte de Jesús tienen para enseñarnos a cambiar en nuestra propia existencia: ¿nuestro aporte será para dar más vida o más muerte?
Porque, si se pudo para el Maestro lo primero: resucitar su carne mortal; se puede para todos sus hijos amados, «Porque Dios no nos destinó para la ira, sino para adquirir la salvación por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros, a fin de que, velando o durmiendo, vivamos unidos a él» (1 Tes 5,9-10).
Y, por su parte, de la vida de Jesús aprendemos, a la vez, que, si pudo él, con sus acciones, opciones y palabras, es posible también para nosotros vencer a las muertes de cada día, para ser favorecidos de la misma manera que él (Rm 6,5).

Entonces, la resurrección nos enseñaría que la muerte no es el temido final del camino, para acobardarnos y paralizarnos ante el dolor y las injusticias, sino una frontera que se traspasa para llegar al lugar sin penas ni dolor, aquí y en el más allá: «Él libró mi vida de la muerte, mis ojos de las lágrimas y mis pies de la caída. Yo caminaré en la presencia del Señor, en la tierra de los vivientes» (Sal 116,8-9)
Podemos entenderla de otra manera, por cierto, pero si la fe no tiene que ver con la vida de todos los días –o si, en otras palabras, se la “espiritualiza” demasiado- pierde toda su fuerza liberadora y, claro, no hay nada alegre ni bello que anunciar junto a la Resurrección: no sería Buena Noticia.
Y eso explicaría la casi indiferencia que provoca su anuncio en nuestro tiempo.

Que queramos y podamos intentar, cada vez más y cada vez mejor, vivir como hijos de la Resurrección: libres y libertadores de todas las amarras que pretenden imponer la Muerte y “las muertes” a nuestro mundo. Así sea.

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, ser, mediante nuestras palabras y nuestras acciones, testigos y anunciadores de Resurrección, es decir, de Vida plena para todos,
Miguel

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