miércoles, 23 de mayo de 2018

Un Dios que es Comunidad de Amor


PREPAREMOS EL PROXIMO DÍA DEL SEÑOR
27 de Mayo de 2018
La Santísima Trinidad

Lecturas de la Misa:
Deuteronomio 4, 32-34. 39-40 / Salmo 32, 4-6. 9. 18-20. 22 ¡Feliz el pueblo que el Señor se eligió como herencia! / Romanos 8, 14-17

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo     28, 16-20
    Después de la Resurrección del Señor, los once discípulos fueron a Galilea, a la montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin embargo, algunos todavía dudaron.
    Acercándose, Jesús les dijo: «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo.»
Palabra del Señor.

MEDITACIÓN                                                                                                             
Jesús vino a corregir la forma desviada –por poco humana- en que vivía su pueblo la relación con el Señor, por lo que, como él «es mediador de una Nueva Alianza entre Dios y los hombres» (2L), comienza por sentir Él primero: «Yo, Señor, soy tu servidor» (Sal), y, como muestra de eso, se entrega por entero: cuerpo y sangre (Ev), de tal manera de inspirarnos a sentir nosotros: «estamos decididos a poner en práctica todas las palabras que ha dicho el Señor» (1L). Así se concreta la Alianza entre su total misericordia y amor y nuestra respuesta amando a los demás, como aprendimos de él.
¿Y los que creemos en Él cómo nos relacionamos entre nosotros?
Cuando Dios se dio a conocer, porque lo necesitábamos y nos haría bien saber de Él, lo hizo de una forma que pudiese ser entendida en aquel momento de la evolución espiritual de la humanidad. Es así que a Moisés (alrededor de 1400 años antes de Cristo) se le presentó así: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6), identificándose de esa manera con Aquel a quien habían podido apenas entrever sus antepasados.
Posteriormente, cuando, con el gran éxodo, ya había mostrado su poder y compromiso con su Pueblo, les da sus Mandamientos, recordándoles quién era Él: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud. No tendrás otros dioses delante de mí» (Ex 20,2-3).
Ellos comprendieron, entonces, que Dios era Uno y Único.
Pero, en los tiempos en que Jesús desarrolló su ministerio, explicó y demostró con su accionar que lo que realizaba él y Dios, a quien llamó su Padre, era igual (Jn 5,17). Y, para dejarlo más claro aún, afirmó que «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30).
¿Cómo es posible que Dios fuese lo mismo que Jesús?.
Había llegado el momento que comprendiésemos que nuestro Dios no era un ser solitario.
El evangelista Juan nos lo relata así: «Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios […] Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,1.14).
Es posible que nos perdamos en la forma cómo está redactado esto, así que reiterémoslo con otras palabras: al principio, antes de todo o de la nada, existía el Verbo, que era otro, ya que estaba “junto” a Dios, por lo que era Dios también (distintos, pero “una sola cosa”) y cuando el Verbo se hizo carne –uno de nosotros- para vivir nuestra vida en la persona del maestro galileo, los que compartieron con él, pudieron reconocerlo y distinguir a uno del otro como Padre e Hijo.
Estaba bien, por lo tanto, que creyésemos que Dios era Único, pero no Uno.
Cuando estaba terminando su peregrinar por nuestra tierra, Jesús, anunció que «Yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito […] para que esté siempre con ustedes: el Espíritu de la Verdad» (Jn 14,16-17), entendiendo que esa palabra extraña significa “defensor”, “consolador”, “auxiliador”.
Y será “otro” porque antes cumplía con ese encargo el Dios Hijo del Dios Padre, quien se estaba despidiendo en su presencia física.
Después de su triunfo sobre la muerte, él mismo sopla sobre sus seguidores a este compañero en la misión por la construcción del Reino de Dios (Jn 20,22), de tal manera que el Dios Espíritu Santo pasó a habitarnos (1 Cor 3,16), para poder inspirarnos y fortalecernos en ésta.
Sin embargo, esto que sonó nuevo en los tiempos del Maestro, no lo era realmente… ya que, si
observamos la primera página de la Biblia encontramos ahí que «Al principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era algo informe y vacío, las tinieblas cubrían el abismo, y el soplo de Dios aleteaba sobre las aguas. Entonces Dios dijo…» (Gn 1,1-3) y lo que iba diciendo era creado.
¡Ahí estaban!
Desde el principio de los tiempos, según el relato de la Creación, el Padre Creador, el Hijo-Verbo-palabra que crea y el Espíritu-soplo de lo creado, son nuestro Dios-Comunidad.
A imagen y semejanza de Él fuimos creados (Gn 1,26), por eso lo más naturalmente humano es que nos relacionemos comunitariamente entre nosotros y que, así como nos bautizamos o realizamos otros gestos «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», sería mucho más apropiado que, en su Nombre Santo, hiciésemos lo posible por devolverle lo más humano que tiene nuestro mundo, relacionándonos más amable, fraternal y solidariamente que nos sea posible, como reflejo de lo que la Vida de nuestro Dios Trinidad y su Amor han hecho en nosotros.

Que podamos aprender a confiar en quien tiene todo el poder en el cielo y en la tierra: tú, Señor, y a raíz de esto no temamos anunciar con nuestro modo de vivir al Dios que es Amor comunitario y quiere nuestra plenitud. Así sea.

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, vivir como hijos del Dios Comunidad, fuente de todo lo bueno y modelo de relaciones humanas,
Miguel

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