PREPAREMOS
EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
24 de Junio de 2018
Nacimiento de San Juan Bautista
Lecturas
de la Misa:
Isaías 49, 1-6 / Salmo 138, 1-3. 13-15
Te doy gracias porque fui formado de manera
tan admirable
/ Hechos 13, 22-26
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas
1, 57-66. 80
Cuando llegó el tiempo en que Isabel
debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la
gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella.
A los ocho días, se reunieron para
circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre
dijo: «No, debe llamarse Juan.»
Ellos le decían: «No hay nadie en tu
familia que lleve ese nombre.»
Entonces preguntaron por señas al padre
qué nombre quería que le pusieran. Este pidió una pizarra y escribió: «Su
nombre es Juan.»
Todos quedaron admirados. Y en ese
mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran
impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la
región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo
en su corazón y se decían: «¿Qué llegará a ser este niño?» Porque la mano del
Señor estaba con él.
El niño iba creciendo y se fortalecía
en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a
Israel.
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
Juan fue llamado «desde el seno materno» para ser servidor del
Señor, para aportar a quien estaba destinado «a ser la luz de las naciones,
para que llegue mi salvación hasta los confines de la tierra» (1L). Como precursor
suyo que era, para ayudar a su pueblo a prepararse para la venida del «Salvador,
que es Jesús… Juan había predicado un bautismo de penitencia» (2L). Eso y las cosas
maravillosas que rodearon su nacimiento no evitan que él humildemente pueda
reconocer: «sepan que después de mí viene aquel a quien yo no soy digno de
desatar las sandalias» (1L). Y lo hace bien, «Porque la mano del
Señor estaba con él» (Ev). El
cariño por Juan que profesamos demuestra que, una vez más, y como corresponde
en el Reino, el humilde ha sido ensalzado (Lc 14,11; Ez 21,31).
Nombrados según lo que somos.
Vemos en las noticias que personas acusadas
de cohecho, malversación, agresión, o cualquier otro delito grave, frecuentemente
declaran que “están tranquilos con su conciencia”. Claramente, intentan, pese a
las evidencias, mantener una buena imagen pública. Porque es una costumbre muy
arraigada la de cuidar el buen (la buena reputación del) nombre o apellido,
evitar que se “manche” el honor.
Y, hablando de nombres, por otro lado, como
sabemos, en los países de tradición cristiana, entre ellos el nuestro, existía la
tradición de bautizar a los hijos según el santo del día en que nacían. Es así
que el Padre de la Patria, por ejemplo, lleva el nombre de San Bernardo. Debido
a esa costumbre, muchas personas tienen nombres de santos y santas romanas o de
otras latitudes, los cuales nos suenan extraños a lo habitual.
Pero las tradiciones más antiguas -y el
origen de muchos de nuestros nombres y apellidos- era que éstos tuviesen un
significado importante para la familia o, como forma de reforzar el sentido de
tradición familiar, se repetía el nombre de padres a hijos, tradición, esta
última, también presente en nuestro país y que se recuerda en el texto de esta fiesta.
Pero, antes, retrocedamos unos capítulos en
el evangelio para poder entender la escena que se nos presenta este día.
Zacarías, esposo de Isabel, era un sacerdote
del templo, quien estaba de turno para servir en el Santísimo, lugar al que
pocos tienen autorizado entrar y lo pueden hacer absolutamente solos.
En ese espacio sagrado e íntimo, Dios mismo entra
en contacto con él, por medio de un mensajero celestial, quien le anuncia que,
pese a la vejez de ambos, les otorgaría lo que tanto anhelaban: un hijo. Sin
embargo, el sacerdote, olvidando quien le hablaba, el lugar donde se
encontraban y su propia función ministerial, se dejó llevar por la duda.
Y dudar del poder de Dios imposibilita vivir
normalmente: en su caso, enmudeció.
Entonces, nos encontramos con que llegó el
momento del cumplimiento de la Promesa, cuando Isabel «dio a luz un hijo», señal «de la gran misericordia
con que Dios la había tratado». Es en esa
situación que los vecinos y parientes del matrimonio se oponían a la decisión
de la madre de llamarlo de una manera distinta a la tradicional. Por eso, pese
a que ella fue muy clara en su deseo, igual preguntaron al padre, quien, según
las costumbres, era quien decidía en esos casos.
Al escribir «Su nombre es
Juan» (que
significa “Dios ha mostrado su favor”), Zacarías (“a quien Dios recuerda”) estaba reconociendo y aceptando la voluntad, el poder y la misericordia
del Señor, manifestada en esta señal a Isabel (“promesa de Dios”), como le había sido anunciado por el Gabriel (“el que está delante de
Dios”, Lc 1,19), por lo
que, por fin, «recuperó el habla y
comenzó a alabar a Dios».
Todos estos signos impresionaron a la gente
que los rodeaba, hasta el punto de preguntarse: «¿Qué llegará a
ser este niño?».
Con el tiempo se sabría la respuesta a esta
interrogante, ya que, tal como profetizó el Ángel, quien ahora recordamos como
el Bautista, «será grande a los ojos del Señor […] estará lleno del Espíritu Santo
desde el seno de su madre, y hará que muchos israelitas vuelvan al Señor, su
Dios. Precederá al Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar
a los padres con sus hijos y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los
justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto» (Lc 1,15-17)
Entonces, tomando en cuenta todo lo anterior,
¿cuál sería la forma adecuada de celebrar la fiesta de Juan Bautista?
Primero, estar permanentemente dispuestos a
ser sorprendidos y aceptar los planes maravillosos de Dios con sus dones; y,
como consecuencia de eso, poder agradecerle haciendo regalos de vida,
solidaridad, ternura, simpatía y comprensión a quienes nos rodean, nuestros
hermanos, que son también sus hijos amados.
Sería una buena manera de llegar a ser, como
Juan, quienes preparan la llegada del Señor a los corazones y las vidas de
quienes lo necesitan, además de respetar y cuidar adecuadamente el nombre con
el que somos conocidos: Cristianos, «el Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9).
Que podamos guardar en el corazón las veces
en que tu mano, Señor, ha estado sobre nosotros produciendo cosas buenas, para
que, en tu Nombre, queramos y nos atrevamos a ser multiplicadores de tu amor.
Así sea.
Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, comprender
que también somos llamados a ser precursores del Señor para quienes lo buscan,
Miguel
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