miércoles, 15 de agosto de 2018

¿La fuente y el culmen de toda la vida cristiana?


PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
19 de Agosto de 2018
Domingo de la Vigésima Semana Durante el Año

Lecturas de la Misa:
Proverbios 9, 1-6 / Salmo 33, 2-3. 10-15 ¡Gusten y vean qué bueno es el Señor! / Efesios 5, 15-20

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan  6, 51-59
Jesús dijo a los judíos:
«Yo soy el pan vivo bajado del cielo.
El que coma de este pan vivirá eternamente,
y el pan que Yo daré
es mi carne para la Vida del mundo».
    Los judíos discutían entre sí, diciendo: «¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»
Jesús les respondió:
«Les aseguro
que si no comen la carne del Hijo del hombre
y no beben su sangre,
no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe mi sangre
tiene Vida eterna,
y Yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida
y mi sangre, la verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre
permanece en mí
y Yo en él.
Así como Yo,
que he sido enviado por el Padre que tiene Vida,
vivo por el Padre,
de la misma manera, el que me come
vivirá por mí.
Éste es el pan bajado del cielo;
no como el que comieron sus padres y murieron.
El que coma de este pan vivirá eternamente».
    Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de Cafarnaún.
Palabra del Señor.

MEDITACIÓN                                                                                                             
Sabemos que «los que buscan al Señor no carecen de nada» (Sal). De hecho, Él mismo invita permanentemente: «Vengan, coman de mi pan, y beban del vino que yo mezclé» (1L), más aún: su generosidad llega hasta lo que no podemos imaginar, ya que nos dice que quien «come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él» (Ev). Nada menos… Por eso, si su amor nos habita, entonces, es necesario que nos preocupemos por «saber cuál es la voluntad del Señor» (2L) acerca de lo que tenemos que hacer con esos dones. Que podamos descubrirla y hacerla vida. Amén.
Descubriendo qué implica alimentarse de Él.
Los estudiosos coinciden en que estos textos sobre «el pan vivo bajado del cielo» que nos brinda el evangelio de Juan buscaban responder a la inquietud, la incomprensión y hasta las disputas que había en el tiempo de su redacción entre la comunidad cristiana y los ambientes no creyentes que la rodeaban, ya que ellos no podían entender la Eucaristía: no comprendían que celebrasen la muerte de su Dios, no comprendían que esa actividad fuese tan alegre, no comprendían la fraternidad que emanaba de esos encuentros: «partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2,46).
Y, por cierto, no comprendían que “comiesen carne y bebiesen sangre”…
Para eso era importante lo que hace el evangelio de Juan al rescatar estas enseñanzas de Jesús, de modo de resaltar lo que significaba para ellos.
El Concilio Vaticano II definió a la Eucaristía como "fuente y culmen de toda la vida cristiana", es decir, desde donde brota y hasta lo más alto a la que puede llegar…
¿Será así? ¿la sentiremos así? ¿nos llenará de vida y de ganas de compartir nuestra vida para mejorar la de otros?
Como sabemos, muchos asisten al culto sintiendo que hacen una especie de favor a Dios; otros lo hacen por temor a que se enoje; algún otro, como una especie de cábala para que todo marche bien; bastantes, como una tradición de la cual no saben ni quieren deshacerse…
Sin embargo, la Eucaristía es (debiese ser) una celebración alabando al «Padre que tiene Vida» y a su Hijo, nuestro Señor, por quien tenemos vida en nosotros.
Jesús dice: «si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes». Para encontrarle sentido a estas palabras, ayuda tratar de comprender la segunda frase: ¿a qué Vida se refiere?
Se entiende –siempre se ha entendido- que la salvación que trae Cristo conlleva una nueva y mejor vida para todos los hijos de Dios, no en el “Paraíso”, sino hoy, como un anticipo, un comenzar a vivir desde hoy la Vida plena: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna».
Y la Eucaristía debiese ser un reflejo de eso… De hecho, como eco de lo anterior, recordemos uno de los primeros escritos sobre el tema en el Nuevo Testamento, donde Pablo cuestiona a una comunidad su actitud ante este trascendental momento de la vida cristiana de esta manera: «Cuando se reúnen, lo que menos hacen es comer la Cena del Señor, porque apenas se sientan a la mesa, cada uno se apresura a comer su propia comida, y mientras uno pasa hambre, el otro se pone ebrio. ¿Acaso no tienen sus casas para comer y beber? ¿O tan poco aprecio tienen a la Iglesia de Dios, que quieren hacer pasar vergüenza a los que no tienen nada?» (1 Cor 11,20-22).
Es que la Misa o Cena del Señor está -debe estar- relacionada con la vida y con la forma como nos relacionamos los seres humanos: es –debiese ser- un gozoso encuentro fraterno, ensayo de lo que haremos una vez concluida la celebración comunitaria con todos los hermanos de humanidad con quienes nos topemos.
Pero, mirando críticamente cómo la celebramos, podemos observar en primer lugar que los rostros de quienes participan –se encuentren en el altar o no-, en la mayoría de los casos, reflejan más bien preocupación, dolor, molestia, pero en ningún caso alegría. Partimos mal.
Si alguien va por primera vez o después de mucho tiempo, habitualmente, recibirá el trato frío y distante de cualquier lugar público; es difícil, salvo en pueblos o ciudades muy pequeñas, que haya gente acogedora recibiendo a la entrada del templo, o que quieran hacer sentir bienvenida a esa persona durante el desarrollo de la celebración, por lo que bien puede ser la primera y la última vez.
Quienes se encuentran en el lugar raramente son fraternales con quienes están viviendo la misma experiencia de ellos: comparten el mismo alimento sagrado, pero eso no los hace sentirse unidos íntimamente unos a otros. El caso más gráfico se produce en el Rito de la Paz; en vez de saludar a quienes tengan más cerca, como símbolo de que se le desea la paz a todos, se recorre el templo para saludar de forma preferente a los familiares y amigos, como si no tuviesen oportunidad afuera de hacerlo. Y la gente que realmente está en conflicto con otro, no aprovecha ese espacio, por lo que finalmente entran y salen con la misma distancia afectiva.
El centro de la celebración es la Eucaristía, la que consiste en alimentarse todos del pan consagrado, el cual, según nuestra tradición, es Jesús mismo que se da. Sin embargo, muchos parecen creer que lo importante es el sacerdote que lo reparte, ya que lo prefieren y no se acercan a los laicos ministros que auxilian en esa misión.

Además, tenemos el hecho de que la Misa es un rito lleno de símbolos que poco se conocen y entienden, resabio del tiempo en que su lengua era el latín, sumada al elitismo que es tan propio de nuestra cultura eclesial: “no importa si no entienden; basta que lo entiendan los religiosos, los demás acatan”. Lo anterior provoca el que una proporción mayoritaria de quienes están en la celebración realicen mecánicamente los gestos e imitando lo que hacen otros.
Y así, hay tanto más que podríamos notar que se aleja del compartir bello de hermanos en la fe. ¿Qué haremos para recuperar este tesoro que nos ha regalado quien dijo «el que me come vivirá por mí» (cuando se realiza en el espíritu de nuestro Señor), de tal manera de vivirlo y ofrecerlo como la máxima aspiración cristiana y, por ello, humana?

Que podamos encontrar el espíritu original de nuestras celebraciones de fe, Señor, para encontrarte ahí, encontrar a los demás como hermanos y finalmente salir al encuentro de otros, compartiendo lo mejor que tenemos y somos. Así sea.

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, alimentarnos del espíritu generoso del Señor en comunidad y personalmente,
Miguel

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