PREPAREMOS
EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
19 de Agosto de 2018
Domingo de la Vigésima Semana Durante el Año
Lecturas
de la Misa:
Proverbios 9, 1-6 / Salmo 33, 2-3. 10-15 ¡Gusten y vean
qué bueno es el Señor! / Efesios 5, 15-20
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Juan
6, 51-59
Jesús dijo a los judíos:
«Yo soy el pan vivo bajado
del cielo.
El que coma de este pan
vivirá eternamente,
y el pan que Yo daré
es mi carne para la Vida
del mundo».
Los judíos discutían entre sí, diciendo:
«¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?»
Jesús les respondió:
«Les aseguro
que si no comen la carne
del Hijo del hombre
y no beben su sangre,
no tendrán Vida en ustedes.
El que come mi carne y bebe
mi sangre
tiene Vida eterna,
y Yo lo resucitaré en el
último día.
Porque mi carne es la
verdadera comida
y mi sangre, la verdadera
bebida.
El que come mi carne y bebe
mi sangre
permanece en mí
y Yo en él.
Así como Yo,
que he sido enviado por el
Padre que tiene Vida,
vivo por el Padre,
de la misma manera, el que
me come
vivirá por mí.
Éste es el pan bajado del
cielo;
no como el que comieron sus
padres y murieron.
El que coma de este pan
vivirá eternamente».
Jesús enseñaba todo esto en la sinagoga de
Cafarnaún.
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
Sabemos que «los que buscan al Señor no carecen de nada» (Sal). De hecho, Él
mismo invita permanentemente: «Vengan, coman de mi pan, y beban del vino que
yo mezclé» (1L), más aún: su generosidad llega hasta lo que no podemos imaginar, ya
que nos dice que quien «come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo
en él» (Ev). Nada menos… Por eso, si su amor nos habita, entonces, es necesario
que nos preocupemos por «saber cuál es la voluntad del Señor» (2L) acerca de lo que
tenemos que hacer con esos dones. Que podamos descubrirla y hacerla vida. Amén.
Descubriendo qué implica alimentarse de Él.
Los estudiosos coinciden en que estos textos
sobre «el pan vivo bajado del cielo» que nos brinda el evangelio de Juan buscaban responder a la inquietud,
la incomprensión y hasta las disputas que había en el tiempo de su redacción
entre la comunidad cristiana y los ambientes no creyentes que la rodeaban, ya
que ellos no podían entender la Eucaristía: no comprendían que celebrasen la
muerte de su Dios, no comprendían que esa actividad fuese tan alegre, no
comprendían la fraternidad que emanaba de esos encuentros: «partían el pan en
sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2,46).
Y, por cierto, no comprendían que “comiesen
carne y bebiesen sangre”…
Para eso era importante lo que hace el
evangelio de Juan al rescatar estas enseñanzas de Jesús, de modo de resaltar lo
que significaba para ellos.
El Concilio Vaticano II definió a la
Eucaristía como "fuente y culmen de toda la vida cristiana", es
decir, desde donde brota y hasta lo más alto a la que puede llegar…
¿Será así? ¿la sentiremos así? ¿nos llenará
de vida y de ganas de compartir nuestra vida para mejorar la de otros?
Como sabemos, muchos asisten al culto sintiendo
que hacen una especie de favor a Dios; otros lo hacen por temor a que se enoje;
algún otro, como una especie de cábala para que todo marche bien; bastantes,
como una tradición de la cual no saben ni quieren deshacerse…
Sin embargo, la Eucaristía es (debiese ser)
una celebración alabando al «Padre que tiene Vida» y a su Hijo, nuestro Señor, por quien tenemos vida en nosotros.
Jesús dice: «si no
comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en
ustedes». Para encontrarle sentido a estas palabras,
ayuda tratar de comprender la segunda frase: ¿a qué Vida se refiere?
Se entiende –siempre se ha entendido- que la
salvación que trae Cristo conlleva una nueva y mejor vida para todos los hijos
de Dios, no en el “Paraíso”, sino hoy, como un anticipo, un comenzar a vivir
desde hoy la Vida plena: «El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna».
Y la Eucaristía debiese ser un reflejo de eso… De
hecho, como eco de lo anterior, recordemos uno de los primeros escritos sobre el tema en el Nuevo Testamento, donde
Pablo cuestiona a una comunidad su actitud ante este trascendental momento de
la vida cristiana de esta manera: «Cuando se reúnen, lo que menos hacen es
comer la Cena del Señor, porque apenas se sientan a la mesa, cada uno se
apresura a comer su propia comida, y mientras uno pasa hambre, el otro se pone
ebrio. ¿Acaso no tienen sus casas para comer y beber? ¿O tan poco aprecio
tienen a la Iglesia de Dios, que quieren hacer pasar vergüenza a los que no
tienen nada?» (1 Cor 11,20-22).
Es que la Misa o Cena del Señor está -debe estar- relacionada
con la vida y con la forma como nos relacionamos los seres humanos: es –debiese
ser- un gozoso encuentro fraterno, ensayo de lo que haremos una vez concluida
la celebración comunitaria con todos los hermanos de humanidad con quienes nos
topemos.
Pero, mirando críticamente cómo la
celebramos, podemos observar en primer lugar que los rostros de quienes
participan –se encuentren en el altar o no-, en la mayoría de los casos, reflejan
más bien preocupación, dolor, molestia, pero en ningún caso alegría. Partimos
mal.
Si alguien va por primera vez o después de
mucho tiempo, habitualmente, recibirá el trato frío y distante de cualquier
lugar público; es difícil, salvo en pueblos o ciudades muy pequeñas, que haya
gente acogedora recibiendo a la entrada del templo, o que quieran hacer sentir bienvenida
a esa persona durante el desarrollo de la celebración, por lo que bien puede
ser la primera y la última vez.
Quienes se encuentran en el lugar raramente son
fraternales con quienes están viviendo la misma experiencia de ellos: comparten
el mismo alimento sagrado, pero eso no los hace sentirse unidos íntimamente
unos a otros. El caso más gráfico se produce en el Rito de la Paz; en vez de
saludar a quienes tengan más cerca, como símbolo de que se le desea la paz a
todos, se recorre el templo para saludar de forma preferente a los familiares y
amigos, como si no tuviesen oportunidad afuera de hacerlo. Y la gente que
realmente está en conflicto con otro, no aprovecha ese espacio, por lo que finalmente
entran y salen con la misma distancia afectiva.
El centro de la celebración es la Eucaristía, la que
consiste en alimentarse todos del pan consagrado, el cual, según nuestra
tradición, es Jesús mismo que se da. Sin embargo, muchos parecen creer que lo
importante es el sacerdote que lo reparte, ya que lo prefieren y no se acercan
a los laicos ministros que auxilian en esa misión.
Además, tenemos el hecho de que la Misa es un rito
lleno de símbolos que poco se conocen y entienden, resabio del tiempo en que su
lengua era el latín, sumada al elitismo que es tan propio de nuestra cultura
eclesial: “no importa si no entienden; basta que lo entiendan los religiosos,
los demás acatan”. Lo anterior provoca el que una proporción mayoritaria de
quienes están en la celebración realicen mecánicamente los gestos e imitando lo
que hacen otros.
Y así, hay tanto más que podríamos notar que se
aleja del compartir bello de hermanos en la fe. ¿Qué haremos para recuperar
este tesoro que nos ha regalado quien dijo «el que me come vivirá
por mí» (cuando se realiza en el espíritu de nuestro Señor), de tal manera de
vivirlo y ofrecerlo como la máxima aspiración cristiana y, por ello, humana?
Que podamos encontrar el espíritu original de
nuestras celebraciones de fe, Señor, para encontrarte ahí, encontrar a los
demás como hermanos y finalmente salir al encuentro de otros, compartiendo lo
mejor que tenemos y somos. Así sea.
Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, alimentarnos
del espíritu generoso del Señor en comunidad y personalmente,
Miguel
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