miércoles, 12 de septiembre de 2018

Si creemos en Él, creeremos en su camino


PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
16 de Septiembre de 2018
Domingo de la Vigésimo Cuarta Semana Durante el Año


«Hijo mío, si recibes mis palabras y guardas contigo mis mandamientos, prestando oído a la sabiduría e inclinando tu corazón al entendimiento; si llamas a la inteligencia y elevas tu voz hacia el entendimiento, si la buscas como si fuera plata y la exploras como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor y encontrarás la ciencia de Dios» (Proverbios 2, 1-5)
SEPTIEMBRE, MES DE LA BIBLIA

Lecturas de la Misa:
Isaías 50, 5-9 / Salmo 114, 1-6. 8-9 Caminaré en la presencia del Señor / Santiago 2, 14-18

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos     8, 27-35
    Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy Yo?»
    Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas».
    «Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?»
    Pedro respondió: «Tú eres el Mesías». Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad.
    Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
    Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará».
Palabra del Señor.

MEDITACIÓN                                                                                                             
La liturgia de este Domingo nos trae la pregunta más estremecedora para los creyentes: «¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras?» (2L). Para eso, Jesús propone la fórmula del Reino: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Ev). Pero, para quienes tengan temor a esto, se nos alienta: «el Señor viene en mi ayuda» (1L): ayuda para perder la falsa vida sin verdadera alegría «Él libró mi vida de la muerte» (Sal), otorgando la verdadera Vida: ésa que produce obras o frutos de plenitud o Buena Noticia para todos.
Error de expectativas.
En un episodio anterior (el que se nos presentó el Domingo pasado), se nos contaba que Jesús mandaba enérgicamente a quien había sanado, y a los testigos de esto, que no contasen los signos poderosos que él realizaba. Lo hace en otras ocasiones también y siempre ha sido complejo de entender por qué prefería el silencio a darse a conocer públicamente como quien ponía en acción la misericordia de Dios.
Hoy tenemos una respuesta a esto.
No era cosa de que se publicitara así no más que él era el Mesías, al menos no sin antes purificar las connotaciones erróneas que, como pueblo, habían ido construyendo acerca de la misión de éste.
¿Cómo lo entendían ellos?
Dios, quien los había liberado de la esclavitud una vez y había intervenido en muchas otras ocasiones en su historia, no podía haberse olvidado de ellos, no podría haberlos abandonado (Is 49,14-15). Entonces, la conciencia colectiva comenzó a entender que, dado los muchos acontecimientos que llevaban viviendo, Él enviaría a alguien. Ese sería el Mesías, un ungido o elegido por Dios; alguien que «juzgará con justicia a los débiles y decidirá con rectitud para los pobres del país» y, como parte de esto, «herirá al violento con la vara de su boca y con el soplo de sus labios hará morir al malvado» (Is 11,4).
La tierra de Jesús, como sabemos, era sometida en su tiempo por un imperio brutal y pagano, es decir “violento y malvado”, como lo describe la profecía, por lo tanto, merecedor del castigo que enviaría el Señor de su historia, por medio de su Mesías.
Pero lo que comprendía Jesús de su misión era radicalmente distinto e iba más bien en el sentido de la continuación de las palabras de Isaías de las que extrajimos el texto anterior: «El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito […] El niño de pecho jugará sobre el agujero de la cobra […] No se hará daño ni estragos en toda mi Montaña santa, porque el conocimiento del Señor llenará la tierra como las aguas cubren el mar» (11,6-9).
Es decir, que Dios, por medio de su mensajero, señala que otro mundo es posible: uno de paz.
Y eso no se logra con el ojo por ojo que nos brota más o menos espontáneamente, sino con la revolución del amor, protagonizada y proclamada –de palabra y acción- por su Hijo, que es, a la vez, «el Hijo del hombre»: el hombre modelo de esta nueva humanidad querida por el Creador.
Por eso, su palabra no llama a acabar violentamente con la tiranía romana, sino, más bien: «Pero yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman. Al que te pegue en una mejilla, preséntale también la otra […] Si aman a aquellos que los aman, ¿qué mérito tienen? Porque hasta los pecadores aman a aquellos que los aman. […] Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio.» Esto para reflejar quienes somos: «hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los malos. Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6,27-29.32.35-36).
Y su acción fue siempre concordante con esto. De tal manera que pudiésemos estar seguros de que él, en cumplimiento de su misión no venía a salvar, proteger o guardar su vida, sino que estaba dispuesto a regalarla generosamente por el bien de todos: llegaría, injustamente, a «ser condenado a muerte».
La incomprensión de unos –los que esperaban que guiase una guerra y quedaron frustrados- y la de los otros –que temían erróneamente que encabezara una revolución que afectase sus privilegios- era el motivo por el cual «debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas».
Eso, ni entonces ni ahora, es fácil de comprender, porque nuestros «pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».

Como sabemos, ha habido muchos momentos en la historia de la humanidad, en los que algunos de los que se decían seguidores de Jesús, no honraron estas claras enseñanzas, decidiendo que sus opciones eran más adecuadas.
Y es así que hoy tampoco dejamos a Dios ser Dios, ni a Cristo seguir intentando cambiar el mundo por el camino del amor; también creemos, como Pedro, que nuestra manera es la mejor… y así de mal nos ha ido…

Que seamos capaces de dejarnos seducir por el plan de amor de Dios para nuestra humanidad, tal y como nos lo enseñaste tú, Señor, y no transformándonos en obstáculos, sino en cómplices de tu misión. Así sea.

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, intentar guiarnos por los pensamientos del Dios Creador y lleno de misericordia por la humanidad,
Miguel

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