miércoles, 5 de septiembre de 2018

Tiempos de oír y decir


PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo
9 de Septiembre de 2018
Domingo de la Vigésimo Tercera Semana Durante el Año

«La fe, por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo. Yo me pregunto: ¿Acaso no la han oído? Sí, por supuesto: Por toda la tierra se extiende su voz y sus palabras llegan hasta los confines del mundo.» (Romanos 10, 17-18)
SEPTIEMBRE, MES DE LA BIBLIA

Lecturas de la Misa:
Isaías 35, 4-7 / Salmo 145, 7-10 ¡Alaba al Señor, alma mía! / Santiago 2, 1-7

+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos     7, 31-37
    Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.
    Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.
    Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
Palabra del Señor.

MEDITACIÓN                                                                                                             
El profeta anuncia los tiempos en que Dios consolará a su pueblo de esta manera: «se abrirán los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; entonces el tullido saltará como un ciervo y la lengua de los mudos gritará de júbilo» (1L), a lo que hace eco el salmista: «El Señor libera a los cautivos. Abre los ojos de los ciegos y endereza a los que están encorvados» (Sal). Nuestro Dios se pone de lado de los menoscabados. Lo reafirma el Apóstol: «¿Acaso Dios no ha elegido a los pobres de este mundo para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del Reino que ha prometido a los que lo aman?» (2L). En la sanación del sordo mudo por parte de Jesús (Ev), comienza a realizarse la esperanza mesiánica de los pobres y la de todos quienes estemos de su lado.
Venciendo sorderas y mudeces.
Durante la historia del pueblo elegido ocurrió muchas veces que «la palabra del Señor era rara […] y la visión no era frecuente» (1 Sam 3,1). Ya se les había advertido que «vendrán días –oráculo del Señor– en que enviaré hambre sobre el país, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor. Se arrastrarán de un mar a otro e irán errantes del norte al este, buscando la palabra del Señor, pero no la encontrarán» (Am 8, 11-12).
Humanamente es comprensible que nos cansemos de dar consejos, opinar o, incluso, hablar con personas a las que sentimos que nuestros decires “les entran por un oído y les salen por el otro”. Es por eso que, con esas imágenes de un Dios que ya no quiere hablarles, explicaban los escritores sagrados Su reacción ante las frecuentes rebeldías y falta de fe en que caían como Nación, pero más bien era que ellos ya no lo escuchaban…
Aunque, a la vez, podían contar con la certeza esperanzada del Profeta: «¿Qué dios es como tú, que perdonas la falta y pasas por alto la rebeldía del resto de tu herencia? Él no mantiene su ira para siempre, porque ama la fidelidad. Él volverá a compadecerse de nosotros y pisoteará nuestras faltas. Tú arrojarás en lo más profundo del mar todos nuestros pecados» (Miq 7,18-19).
Y tenía razón Miqueas, ya que cuando el Padre Bueno quiso enmendar el camino extraviado de esta humanidad que tanto amaba, envió a su propio Hijo, la Palabra hecha carne (Jn 1,14), quien, al dar comienzo oficial a su misión proclama una profecía para aplicársela a sí mismo: «El Espíritu del Señor está sobre mí […] Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos […] y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61).
Lo explica así un autor sagrado: «Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo» (Hb 1,1-2): habló con su palabra, por supuesto, pero también con sus acciones, gestos y toda su forma de relacionarse con los demás.
Sin embargo, como sabremos posteriormente, la Palabra hecha acción benefactora -manifestada en la vida de Jesús-, no será siempre bien acogida. El mismo Marcos, quien nos narra el episodio de esta semana, lo subraya insistiendo en que la multitud tiene oídos y no oye, y tiene ojos y no ve (8,18).
Esa sordera y esa mudez es la que viene a sanar el Hijo, para que la Palabra del Dios Padre misericordioso y lleno de ternura no se agote luego de su breve paso por la tierra, sino que cada vez más personas le cuenten a los demás las maravillas del Reino y, de esa manera, vaya creciendo su construcción y sus efectos entre sus hermanos de la Creación.
Desde entonces, desde Jesús, no sólo es necesario, sino un deber de humanidad liberarnos de los temores que nos atrofian los oídos, al punto de impedirnos oír el clamor de nuestros hermanos cuando sufren (Sal 10,17), para después vencer la comodidad y cobardía que traba nuestra lengua impidiéndonos anunciar la verdad y la justicia del Padre Dios (Sal 10,18), de tal manera que podamos sentir como el Apóstol: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Cor 9,16), el cual -recordemos- es la Buena Noticia del amor de Dios. Un amor que, si se experimenta de verdad, no debiese dejar impasible a nadie, sino que, como respuesta natural, provoca el anunciar la maravilla vivida y que todos pueden experimentar también, literalmente gracias a Dios.
Pero, debido a esa característica ya señalada anteriormente acerca de la ceguera y sordera de las masas, es que, en el evangelio que meditamos, para curar al sordomudo, antes, él «lo separó de la multitud», porque es imprescindible para la sanación el apartarse de la manera de razonar mayoritaria, lo que “todos hacen”: seguir por la vida, buscando el éxito o la realización personal, sin interesarse ni inmutarse por las dificultades que viven los demás. O, peor aún, sin intentar evitar que los logros propios afecten la calidad de vida de los demás. Cosas todas estas que son mínimamente humanas -y, por lo tanto, cristianas- de tal manera que son requisito para poder abrirse a la fe y transformarse después en un evangelizador.
En aquel entonces aún no estaban maduros para comprender el sentido profundo de la misión del Señor, por eso «les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie», sin embargo, después de haberla cumplido fielmente, siempre serán buenos tiempos para que quienes nos decimos cristianos intentemos ser reflejos de quien «todo lo ha hecho bien», quien nos liberó los oídos, la lengua y el corazón para decir (verbalmente y con nuestras acciones) qué es lo que aleja a nuestra sociedad de una vida digna para todos y qué es lo que haría Él en nuestro lugar para contribuir a cambiarlo.

Que podamos atrevernos a vencer el silencio cómplice que nos rodea, para hacer nuestro aporte a que la Palabra de Vida, tú mismo, Señor, realice la voluntad del Padre bueno en nuestra tierra como es en su Cielo. Así sea.

Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, la valentía de decir, anunciar y proclamar lo que es necesario que se sepa,
Miguel

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