PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo
17 de Diciembre de 2023
Domingo de la Tercera Semana de Adviento
Lecturas de la Misa:
Isaías 61, 1-2. 10-11 / Salmo Lc 1, 46-50. 53-54 Mi alma se regocija en mi Dios / I Tesalonicenses 5, 16-24
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 1, 6-8. 19-28
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz, sino el testigo de la luz.
Este es el testimonio que dio Juan, cuando los judíos enviaron sacerdotes y levitas desde Jerusalén, para preguntarle: «¿Quién eres tú?» El confesó y no lo ocultó, sino que dijo claramente: «Yo no soy el Mesías».
«¿Quién eres, entonces?», le preguntaron: «¿Eres Elías?» Juan dijo: «No».
«¿Eres el Profeta?» «Tampoco», respondió.
Ellos insistieron: «¿Quién eres, para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?»
Y él les dijo: «Yo soy una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías».
Algunos de los enviados eran fariseos, y volvieron a preguntarle: «¿Por qué bautizas, entonces, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan respondió: «Yo bautizo con agua, pero en medio de ustedes hay alguien al que ustedes no conocen: él viene después de mí, y yo no soy digno de desatar la correa de su sandalia».
Todo esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
Casi como un mandato, Pablo señala: «Estén siempre alegres» (2L). Es que la alegría es un signo de que se cree en el Dios de las buenas noticias, por eso canta el profeta: «Yo desbordo de alegría en el Señor» (1L) y también lo hace María: «mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador» (Sal). Esa es la expresión externa más clarificadora de que se da «testimonio de la luz» (Ev), y que esa alegría se alimente ayudando a los demás en sus necesidades.
Mediante el luminoso amor por todos los hijos de Dios.
De todos/as nosotros/as se podría decir -y sería un signo de salud de la propia espiritualidad, en la perspectiva del Reino de Dios- que se dijera: «no era la luz, sino el testigo de la luz». ¿Cuál luz?
Para responder esto, repasemos un poco qué representa para las Escrituras este concepto.
Como sabemos, para el autor del Génesis, que está al comienzo de nuestra Biblia, al principio de los principios, «Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era algo informe y vacío, las tinieblas cubrían el abismo […] Entonces Dios dijo: “Que exista la luz”. Y la luz existió. Dios vio que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas» (Gn 1,1-4).
Pues bien, para el teólogo Juan, a ese comienzo había que complementarlo con que, a la vez, «existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. […] En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron» (Jn 1,1-5).
Entonces, para él y, para nosotros, gracias a su inspiración, como la tierra estaba desordenada y vacía antes de que Dios trajera orden luminoso, de igual forma la tierra estaba en la oscuridad, hasta que la Palabra creativa de Dios se hiciera carne resplandecientemente. Pero habría quienes prefirieron quedarse a oscuras…
Y ya sabemos a quién se estaba refiriendo el evangelista como la persona llena de vida que alumbraba la vida humana, pero que algunos rechazaron prefiriendo las tinieblas: su Maestro Jesús (que también es el nuestro).
Para nosotros, que podemos subir un interruptor y obtener luz, no es tan significativo el símbolo, pero para aquellos que temían, incluso supersticiosamente, la oscuridad, aquella es una forma de representar lo bueno y justo y la fe en Dios.
«La noticia que hemos oído de él y que nosotros les anunciamos, es esta: Dios es luz, y en él no hay tinieblas» (1 Jn 1,5).
«Antes, ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz. Ahora bien, el fruto de la luz es la bondad, la justicia y la verdad» (Ef 5,8-9).
«Ustedes, en cambio, son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz» (1 Pe 2,9).
Entonces, volviendo al evangelio, vemos que Juan, quien, como sabemos, tiene como misión aprovechar su notoriedad («¿Eres Elías? […] ¿Eres el Profeta?») para llamar la atención sobre a quien, según sus palabras, pese a lo mucho que lo estimaran, «no soy digno de desatar la correa de su sandalia».
Por ello, él fue un destacado testigo de quien se definió así: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida» (Jn 8,12), lo que significativamente señala inmediatamente después de proteger misericordiosamente a la adúltera que sus contemporáneos pretendían matar a pedradas.
En otro momento, transferirá esta capacidad de iluminar mediante el servicio a sus seguidores: «Ustedes son la luz del mundo […] Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo» (Mt 5,14.16).
Debido a todo lo expuesto, al comenzar nuestra meditación nos atrevimos a afirmar que ser testigos de esa luz misericordiosa y compasiva que prodigaba Jesús, iluminando, a nuestra vez, siendo solidariamente fraternos, desde nuestras capacidades, demuestra la robustez de la propia fe.
En Adviento, tiempo de espera esperanzada, sintamos que se nos anuncia, para impulsarnos a salir del letargo cómodo: «¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz y la gloria del Señor brilla sobre ti!» (Is 60,1).
Señor, Tú que eres la Luz de la Vida que viene directamente del Padre Bueno, dirige nuestros pasos, de tal manera que sepamos iluminar a nuestros hermanos con la misma luz que recibimos de Ti: ese amor servicial que es signo y testimonio de que te creemos cuando nos dices que por ahí se llega a la vida plena, también llamada Reino de Dios. Así sea.
Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, poder transmitir de la amorosa luz misericordiosa con que Dios nos inunda, sabiendo iluminar de una forma semejante a los demás,
Miguel.
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