PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo
29 de Diciembre de 2024
La Sagrada Familia
Lecturas de la Misa:
I Samuel 1, 20-22. 24-28 / Salmo 83, 2-3. 5-6. 9-10 ¡Señor, felices los que habitan en tu Casa! / I Juan 3, 1-2. 21-24
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 2, 41-52
Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él.
Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas.
Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados».
Jesús les respondió: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Ellos no entendieron lo que les decía.
El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón.
Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
Si hemos llegado a sentir: «mi corazón y mi carne claman ansiosos por el Dios viviente» (Sal), pasada la Navidad, podríamos sentir, como la fiel Ana, que «era este niño lo que yo suplicaba al Señor, y él me concedió lo que le pedía» (1L). Y, pasada y ya conocida la forma de vivir de ese Hijo, sabiendo que él es nuestro ejemplo, nosotros podemos exclamar, según sus enseñanzas: «¡Miren cómo nos amó el Padre! Quiso que nos llamáramos hijos de Dios, y nosotros lo somos realmente» (2L). La consecuencia natural de esto es que digamos, como nuestro Hermano Mayor: «¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» (Ev) y dedicar buena parte de la vida a eso.
Y lo que podemos aprender acerca de la gran familia humana.
Los estudiosos de estos temas nos cuentan que los judíos más piadosos del tiempo de Jesús seguían la tradición de peregrinar desde sus pueblos de origen a Jerusalén y, en esa ciudad, al Templo, que era la morada de Dios. Por cierto, por motivos económicos y de tradición, esos viajes de más de 140 km (un poco más que la distancia entre Santiago y Valparaíso), se hacían preferentemente caminando y en grupos muy grandes, por una parte los hombres y por otra las mujeres. Los niños alternaban entre un grupo y otro.
Debido a eso, los padres tardaron en darse cuenta que el niño no se encontraba en ningún grupo: «caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos» y, después de eso, devolverse a la capital y buscarlo por todos los lugares, demorando en total 3 días hasta reencontrarse.
Quienes han tenido la desgraciada experiencia de extraviar un hijo, una hija, en un lugar público, aunque sea por unos minutos, saben lo angustiante que es esta situación. ¡Qué tremendo dolor deben haber sentido María y José! Cuántos sentimientos encontrados, desde el alivio hasta la ira por el susto que les hizo pasar Jesús.
Luego viene el reproche angustiado y molesto de la madre: «Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre
y yo te buscábamos angustiados».
La respuesta es la típica despreocupada de un preadolescente: «¿Por qué me
buscaban?»
¿Demasiado humanos para la imagen idealizada de la Sagrada Familia que acostumbramos?
La frase siguiente empieza a hilvanar el sentido que nos sirve para nuestra propia normalidad: «¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?»
Avancemos, para esto, a la última frase de este texto: «Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia, delante de Dios y de los hombres».
Es que a veces lo olvidamos, pero él fue un niño normal, que debió hacer toda la experiencia humana como cualquier otro niño. Una concepción distinta nos aleja de su humanidad, haciéndolo perder el ejemplo que podemos aprender de su forma de vivir la vida. Si todo fuera como una "cáscara humana" de alguien que era omnisciente (=que lo sabe todo), no nos servirían sus experiencias y no hubiese terminado marcando la historia de este planeta, como ocurrió.
En este caso, el que Jesús (y su familia) haya desarrollado su vida dentro de una fiel observancia de la religión judía nos es muy importante para captar su forma de comprender la existencia humana y la experiencia de Dios que tuvo, la que posteriormente predicó.
Es decir que lo que nos contó sobre Dios (“los asuntos de su Padre” ) proviene de lo que, como hombre que fue creciendo en plenitud humana, fue descubriendo y maduró. De hecho, podríamos decir que su propuesta del Reino era precisamente que nosotros llegásemos a alcanzar esa misma plenitud, desplegando todo lo que hay de posibilidades humanizadoras en cada uno de nosotros. Y ese crecimiento no tiene límites, gracias a lo que Dios puso y es en cada uno de nosotros.
La familia de Jesús era una dedicada a adorar a Dios, según las prácticas de su religión, «iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua», por ejemplo. Pero, más importante que eso, esta religiosidad se traducía en que María, en contacto con las palabras y las manifestaciones de Dios: «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19) y poniéndose siempre al servicio de los demás (Lc 1,39; Jn 2,3-5). Por su parte, José «era un hombre justo» (Mt 1,19) y obediente a la voluntad de Dios (Mt 1,24). Esos modelos de vivencia de fe los aprendió Jesús en su hogar y en su religión y los transmitió a sus seguidores.
Ahí conoció que cuando Dios se presentó por primera vez al gran libertador, Moisés, le señaló: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6) y también de ellos y del culto habría escuchado: «tú, Señor, eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla, y tú, nuestro alfarero: ¡todos somos la obra de tus manos!» (Is 64,7).
De esa tradición el Maestro rescató el que nos atreviésemos a decirle Padre cuando nos dirigiésemos a Dios (Lc 11,2), manteniendo la enseñanza hasta después de su resurrección: «Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes» (Jn 20,17).La consecuencia de que seamos hijos de Dios es que somos hermanos entre nosotros y, como recordará un discípulo suyo: «Este es el mandamiento que hemos recibido de él: el que ama a Dios debe amar también a su hermano» (1 Jn 4,20).
Entonces, la más “sagrada familia” es la familia humana, a la que Dios ama (Jn 3,16), la que, desarrollando buenas relaciones fraternales entre todos, muestra cómo se ama al Padre Bueno.
Señor, tú que descubriste el valor de la familia, desarrollándote en una, ayúdanos a amarnos, respetarnos y cuidarnos todos los que tenemos el mismo vínculo sanguíneo. Y que eso nos enseñe a hacer lo mismo con la gran familia humana vinculada sagradamente al Padre Creador de todos. Así sea.
Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, saber valorar la familia, la nuestra, la de todos y la gran familia de los hijos de Dios,
Miguel.
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