PREPAREMOS EL PRÓXIMO DÍA DEL SEÑOR
Meditación sobre el Evangelio del próximo Domingo
5 de Enero de 2025
Domingo de la Segunda Semana de Navidad
Lecturas de la Misa:
Eclesiástico 24, 1-2. 8-12 / Salmo 147, 12-15. 19-20 La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros / Efesios 1, 3-6. 15-18
+Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan 1, 1-18
Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios.
Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la percibieron.
Apareció un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Vino como testigo,
para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. Él no era la luz,
sino el testigo de la luz.
La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre. Ella estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios.
Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre,
sino que fueron engendrados por Dios.
Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de Él, al declarar: «Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo».
De su plenitud, todos nosotros hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia: porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Dios Hijo único, que está en el seno del Padre.
Palabra del Señor.
MEDITACIÓN
Nos cuenta la sabiduría de Dios: «Yo eché raíces en un Pueblo glorioso» (1L) y el salmista abunda en su origen, diciendo que es Dios mismo quien «envía su mensaje a la tierra» (Sal). Por la fe, nosotros sabemos que esta sabiduría, este mensaje, es la persona de Jesús y que «a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios» (Ev). Es así que podemos recibir agradecidos la siguiente bendición: «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les conceda un espíritu de sabiduría y de revelación que les permita conocerlo verdaderamente» (2L), para, posteriormente, vivir ese conocimiento de una forma fecundamente servidora, como lo harían sus hijos.
La expresión perfecta del Padre Dios.
El Evangelio de Juan fue el último en escribirse, por lo tanto, es fruto de una más larga reflexión y meditación de los datos y tradiciones que había sobre Jesús respecto a los otros tres.
La comunidad redactora de este escrito, entonces, llegó al convencimiento de que su Señor era más, mucho más, que un hombre. Para ello, recordando las primeras palabras de lo que hoy es nuestra Biblia: «Al principio Dios creó el cielo y la tierra» (Gn 1,1), inspiradamente comienzan diciendo: «Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios».
¿Quién es esa Palabra? Las pistas las vamos viendo en la medida que avanzamos: «nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad». Y, más aún: «Juan da testimonio de Él, al declarar: “Este es aquel del que yo dije: El que viene después de mí me ha precedido, porque existía antes que yo”».
El evangelista, para esto, también pudo haberse dejado iluminar por otra página de las Escrituras en la que está hablando la Sabiduría de Dios: «Yo fui formada desde la eternidad, desde el comienzo, antes de los orígenes de la tierra […] Cuando él afianzaba el cielo, yo estaba allí; cuando trazaba el horizonte sobre el océano […] yo estaba a su lado como un hijo querido y lo deleitaba día tras día, recreándome delante de él en todo tiempo […] y mi delicia era estar con los hijos de los hombres. Y ahora, hijos, escúchenme: ¡felices los que observan mis caminos!» (Prov 8,23-32).
Pues bien, en ese principio existía la Palabra, el Verbo, la Sabiduría, la expresión perfecta del Padre Dios: su Hijo, a quien nosotros conocimos como Jesús, el Cristo, «Él es la Imagen del Dios invisible» (Col 1,15), «es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser» (Hb 1,3).
El Verbo de Dios, no se queda, como en nuestro caso, en mera pronunciación fonética; su Palabra se traduce en acción, como encontramos también al comienzo de nuestras Biblias: «Dios dijo: “Que exista la luz”. Y la luz existió» (Gn 1,3). No sólo eso: lo que produce su decir es lo mejor que puede haber: «Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno» (Gn 1,31). Y, maravillosamente, todo aquello es para nosotros, pues así preparó un lugar donde la humanidad pudiera disfrutar y vivir en plenitud lo mejor que Él había puesto en ella.
Por eso, porque llegó un momento en que lo necesitábamos, «la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros», para que pudiésemos escucharla con nuestros oídos mortales. Porque antiguamente el Señor le había encargado a Moisés transmitirnos sus Mandamientos, debido a que, una vez más, sus hijos habían perdido el rumbo hacia la vida plena. En estos, señalaba que la libertad buena y sana pasa por amarlo sólo a Él, el Dios liberador, sin perderse adorando lo que sea que termina esclavizando (Ex 20,2-11) e, inmediatamente después, ordena amar a los demás hijos suyos, hermanos nuestros, de esta manera: respetando a los padres y no dañando a nadie de ninguna forma (Ex 20,12-17).
Posteriormente, Dios fue enviando a sus representantes para seguir guiando a su amada creación, pero los humanos, otra vez, enredamos las cosas, por lo que, «Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo» (Hb 1,1-2).
Fue así que el Verbo Divino, la mejor expresión de Dios, vino para decirnos, con palabras y hechos, que la forma de volver a dar toda su potencia humana a la humanidad, o “entrar en el Reino” en otras palabras, empieza por tener una nueva actitud, y no solo apariencia de obediencia: «No son los que me dicen: “Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mt 7,21). Y que esa voluntad es que nuestras acciones, más allá de lo emocional, muestre que nos amamos unos a otros como hizo el mismo Jesús (Jn 13,34), es decir, incluyendo desconocidos y enemigos (Lc 6,32-35).
Si hacemos eso, si nos esforzamos por ser coherentes entre lo que decimos creer y lo que hacemos, «la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos» (1 Jn 1,2): el mismo Jesús, esa Palabra que se sigue haciendo carne y habitando entre nosotros, como Dios quiere.
Señor, Palabra de amor misericordioso del Buen Padre Dios, te pedimos hacernos palabra justa, palabra necesaria, palabra de consuelo, es decir, palabras con acciones de tierna ocupación por los demás, para continuar el camino que hiciste tú cuando habitaste entre nosotros. Así sea.
Buscando, con mucha Paz, Amor y Alegría, encontrar a la Palabra de Dios presente, actuando en medio de nosotros,
Miguel.
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