16 de septiembre de 2013
Lunes de la Vigésimo Cuarta Semana Durante el
Año
Lecturas:
I Timoteo 2, 1-8
/ Salmo 27, 2. 7-9 ¡Oye la voz de mi plegaria, Señor!
EVANGELIO
+ Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas
7, 1-10
Jesús entró en Cafarnaún. Había allí un centurión que tenía un sirviente
enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de
Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a curar a su
servidor.
Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia,
diciéndole: «El merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y
nos ha construido la sinagoga.»
Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión
le mandó decir por unos amigos: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de
que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte
personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque yo
-que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes-
cuando digo a uno: "Ve", él va; y a otro: "Ven", él viene;
y cuando digo a mi sirviente: "¡Tienes que hacer esto!", él lo hace.»
Al
oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo
seguía, dijo: «Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta
fe.»
Cuando los enviados regresaron a la casa,
encontraron al sirviente completamente sano.
Palabra del Señor.
MEDITACION
Un
soldado romano es un símbolo de todo lo que no se consideraba “dentro de la
religión” de su tiempo: era extranjero, por lo tanto extraño a la Nación
elegida; era representante del poder invasor; y era enviado por el César, quien
se consideraba a sí mismo un dios, imagen aborrecible para el pueblo creyente
en el Dios único.
Sin
embargo, este personaje merece la alabanza de Jesús: «Yo les aseguro que ni siquiera en
Israel he encontrado tanta fe»
Entre
nosotros también podríamos reconocer, si estamos suficientemente atentos, a
personas que no parecen ser de los que consideramos que están “más cerca” de
Dios, y, sin embargo, pueden tener una fe mayor, incluso, que la nuestra, cosa
que sólo saben ellos y Dios mismo.
Eso
nos recuerda que no se debe poner barreras –por ningún motivo ni pretexto- para
que otros se acerquen al Señor; más aún, debiésemos sentirnos impulsados a
invitar y acercar a cada persona a la misericordia infinita de Dios «porque él quiere que todos se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad» (1L). De esa manera, los
cristianos aportamos para que se cumpla la Palabra: «Salva a tu pueblo y bendice a tu herencia; apaciéntalos y sé su guía
para siempre» (Sal)
Que
no nos sintamos más que nadie en ningún aspecto, Señor y, que busquemos ser
siempre acogedores y humildes para reconocer las actitudes de fe de los demás,
sean formalmente creyentes o no. Así sea.
Yendo unidos por
los caminos de la Paz, el Amor y la Alegría del Reino,
Miguel.
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